Richard Evelyn Byrd, el personaje de quien voy a hablarles hoy, amigos
lectores, ha sido bautizado como, "el hombre de la
Antártida" porque es uno de los exploradores que más ha
contribuido con sus investigaciones a conocer las características de esa
gélida y apartada región del planeta. Hay exploraciones suyas que todavía
hoy, cincuenta y ocho años después de su muerte, continúan rodeadas
de misterio.
Richard Byrd
nació en Winchester, Virginia el 25 de octubre de 1888 en el seno de una
adinerada familia de colonos ingleses llegados al país americano a
finales del siglo XVII. Desde muy pequeño dio muestras de su espíritu
inquieto y aventurero.
A los doce años se escapó de su casa con el pretexto de visitar un amigo que vivía en Filipinas. A su regreso, luego de varios años, asombró a todo el mundo con el relato de las innumerables peripecias que vivió durante su viaje alrededor de medio mundo.
A los doce años se escapó de su casa con el pretexto de visitar un amigo que vivía en Filipinas. A su regreso, luego de varios años, asombró a todo el mundo con el relato de las innumerables peripecias que vivió durante su viaje alrededor de medio mundo.
En 1912, a
los veinticuatro años de edad ingresó a la Academia Naval y dos años después durante un trayecto por el Mar
Caribe salvó heroicamente a un hombre que iba a ser devorado por los
tiburones; una acción por la cual recibió su primera condecoración. Ya
desde ese momento empezó a dar muestras de su gran valentía y coraje.
En 1918 fue nombrado aviador naval y tarde oficial de las Fuerzas Aéreas estadounidenses en Canadá.
Se sucedieron después una serie de éxitos en su
carrera como aviador:
En 1925 fue jefe de una exitosa expedición a Groenlandia. El 9 de mayo de ese año se elevó desde la base de Spitzberg, en la bahía del Rey, a bordo de su monoplano Fokker bautizado con el nombre de “Josefina Ford”, en compañía de su copiloto Floyd Bennet. Cubrió con éxito la misión en tan sólo 15 horas y 30 minutos, tras recorrer 1.600 km. Por semejante hazaña, fue condecorado con la Medalla de Honor del Congreso de los Estados Unidos de América.
En 1925 fue jefe de una exitosa expedición a Groenlandia. El 9 de mayo de ese año se elevó desde la base de Spitzberg, en la bahía del Rey, a bordo de su monoplano Fokker bautizado con el nombre de “Josefina Ford”, en compañía de su copiloto Floyd Bennet. Cubrió con éxito la misión en tan sólo 15 horas y 30 minutos, tras recorrer 1.600 km. Por semejante hazaña, fue condecorado con la Medalla de Honor del Congreso de los Estados Unidos de América.
Al
año siguiente, Byrd logró cruzar el Atlántico, junto con tres compañeros más, transportando el primer
correo transatlántico de Nueva York.
En
1925 fue jefe de una exitosa expedición a
Groenlandia. El 9 de mayo de ese año se elevó desde la base de Spitzberg,
en la bahía del Rey, a bordo de su monoplano Fokker bautizado con el nombre de
“Josefina Ford”, en compañía de su copiloto Floyd Bennet. Cubrió con éxito
la misión en tan sólo 15 horas y 30 minutos, tras recorrer 1.600 km. Por
semejante hazaña, fue condecorado con la Medalla de Honor del Congreso de los
Estados Unidos de América.
En 1929 encargado de cartografiar 388.300 km2 de tierras
inhóspitas, partió con su avión, acompañado de tres componentes más de la
expedición, con intención de dar la vuelta completa al Polo Sur, hazaña que se
logró con total éxito. La expedición realizó descubrimientos geográficos interesantes,
tales como la Mary Bird Land, la cordillera Edsel Ford, las montañas de
Rockefeller y de Charles Boho, y la exploración completa de la tierra de
Eduardo VII. En 1930, a pesar de encontrarse retirado de la marina, fue
ascendido al grado de comandante.
A partir de 1930, Byrd dio comienzo a una larga serie
de expediciones a la Antártida, en total seis, que fueron las que
verdaderamente le reportaron la fama y aureola de gran explorador y
descubridor.
La Antártida tiene una extensión de 13.000.000 km3. Mucho más grande que Australia o Europa. Es el único continente sin población humana aborigen y la vida queda restringida a las aves, las plantas primitivas y los microorganismos. A mediados del siglo XX el sesenta por ciento de la Antártida nunca había sido vista por ojos humanos. Solamente después de la II Guerra Mundial se completó el mapa del contorno aproximado del continente.
En la primera expedición de Byrd preparada
minuciosamente y llevada a cabo entre los años 1928 a 1930, instaló en la
punta norte de la isla de Roosevelt, en la bahía de Whales (bahía de las
ballenas) un campamento al que llamó “Little America" al cual
dotó de laboratorios, almacenes, talleres, estación de radio y hospital.
Su segunda expedición, realizada entre los años
1933 y 1935, fue todavía más espectacular. Un extraordinario ejemplo (tal
vez el más pasmoso de la historia de los descubrimientos) de amor a la ciencia,
voluntad de sacrificio, fe inquebrantable y desprecio por la propia vida en
aras del conocimiento.
Me voy a extender un poco en algunos de los pormenores
de esta hazaña porque las condiciones en las que el almirante Byrd la
llevó a cabo fueron particularmente difíciles. Aunque en esta expedición estuvo
acompañado a distancia por un nutrido y calificado grupo de científicos, debió
permanecer durante ocho meses, completamente aislado en Base Avanzada, una
cabaña situada en medio de la Antártida, a 200 km de “Little America”, el
campamento más cercano, a fin de llevar a cabo una serie de investigaciones
meteorológicas y aurorales. Durante todo ese tiempo Byrd tan sólo pudo
comunicarse con el resto de su equipo por medio de la radio.
Su misión y aislamiento comenzaron el 28 de
marzo de 1934; a los dos días de su llegada el sol se hundió en el horizonte.
En ese momento, Byrd supo que tendría que continuar sus investigaciones en
medio de una noche perpetua pues solo después de varios meses el sol
retornaría.
En su diario Byrd dejó consignadas
las cruentas dificultades que tuvo que soportar y que en muchas
ocasiones pusieron en riesgo su vida y hasta lo tuvieron al borde del
suicidio al caer preso de la depresión.
Es ese, desde luego, un diario muy extenso y prolijo,
pero me ha parecido conveniente, amigos lectores, compartir con ustedes algunos
de sus apartes en los que narra la sucesión de graves obstáculos y
problemas de salud que debió superar Byrd para llevar a cabo su misión pues solo así podremos comprender la
magnitud de su hazaña:
"En la mañana del 19 de mayo, al dar mi paseo
acostumbrado, la temperatura era de 54°C. De las profundidades de la oscuridad
venía el frío. Por primera vez, mis botas se demostraron incapaces de proteger
mis pies. Se me había congelado un talón y me vi obligado al regresar al
interior y ponerme mis botas de piel de reno. Estaba en medio de la noche
polar: el morboso rostro de la Edad de Hielo".
Byrd había, en efecto, pecado de
exceso de confianza. Aparte de la congelación del pie, su cuerpo comenzó a
retorcerse bajo la agonía de miles de punzantes dolores. El experimentado
almirante identificó de inmediato los síntomas como los del principio de
asfixia.
Tenía razón: a la mañana siguiente revisó el tubo de
salida de los gases, descubriendo con horror que estaba completamente obstruido
con escarcha. El tubo de entrada estaba tapado hasta los dos tercios de su
diámetro.
El 20 de mayo la temperatura cayó aún más. Estaba a
58 grados bajo cero. El termógrafo interior marcaba -59 grados, y
en la cabaña hacía incluso menos, porque el suyo estaba completamente soldado
por el frío y ya no funcionaba. La tinta, aún mezclada cuidadosamente con
glicerina, estaba congelada en un bloque sólido, y el lubricante de las piezas
móviles estaba duro como el acero. Cuando Byrd intentó encender la estufa, el
aire en el interior del tanque de combustible se dilató en forma tan violenta
que el aceite salió disparado en todas direcciones. El termógrafo necesitó
horas para que Byrd consiguiera descongelarlo y hacerlo funcionar de nuevo. El
combustible, sólido como una piedra, se negaba a fluir de los tambores. En un
arranque de desesperación suicida, el marino llevó uno de los grandes tanques a
la cabaña y descongeló la nafta sobre la estufa. Para evitar que el problema se
repitiera, tuvo que dejar encendidos los dos Primus durante todo el día en el
túnel de combustible.
El 20 de mayo era día de radio. Podrán, amigos
lectores, imaginar los padecimientos que tuvo el almirante para encender el
equipo electrógeno. Además del problema de la gasolina congelada, el motor frío
se negó a arrancar durante más de una hora. La falla estaba en el carburador;
los dedos de Byrd se congelaron de tal modo durante su lucha con las aletas de
admisión que cuando por fin logró hacerlo andar sus manos estaban tan rígidas
que no podía operar el manipulador telegráfico.
Cuando logró comunicarse con Haines, el
meteorólogo jefe de la expedición, le explicó lo mejor que pudo sus problemas
con el termógrafo.
"Seguro que se le ha congelado el aceite, le
comentó Haines. Haga lo siguiente: lave todo el instrumento con gasolina para
eliminar hasta el último vestigio de lubricante. Luego enjuáguelo con éter. La
única solución para el congelamiento de la tinta es agregarle más
glicerina".
Más tarde ese día, Byrd tuvo que subir a la torre del
anemómetro. El hielo de los soportes de hierro en que se apoyaba atravesó las
suelas de las botas y le provocó congelación en las plantas de ambos pies. Su
aliento hacía ruido al alejarse en el viento, y sus pulmones quemados por
dentro sufrían lo indecible a cada bocanada que inspiraba.
Byrd tenía la lengua hinchada y quemada de tanto beber
té hirviendo; su nariz se había congelado de nuevo. Como el viento siempre
seguía al frío, comprendió que debía prepararse. Llevó tambores de agua hasta
la parte superior de la cabaña y la vació por los cuatro bordes. El agua se
congelaba apenas abandonaba el balde: en pocos minutos, el techo de Base
Avanzada quedó cubierto por una gruesa capa blindada de hielo.
"Esa noche, cuando salí a la superficie para
realizar la observación auroral, sufrí una violenta reacción de asfixia en el
preciso instante en que saqué los hombros y la cabeza a través de la trampa. No
pude lograr que el aire entrara a mis pulmones. Perplejo y tal vez un poco
asustado, me dejé hacer por la escalera y me refugié en la cabaña. En el aire
más caliente, la sensación pasó tan rápido como había llegado. Mientras leía en
mi saco de dormir se me heló un dedo, pese a que constantemente cambiaba el
libro de una mano a la otra, colocando la que no usaba al calor en la
bolsa".
Byrd comenzaba a resentirse por el intenso frío;
acostumbrado como estaba al Ártico, a Groenlandia y a su anterior
expedición antártica, su experiencia no lo había preparado para
el monstruoso invierno polar. El día 21 el barómetro comenzó a bajar. Se
aproximaba una tormenta con ventisca. Por eso, al día siguiente, el solitario
explorador decidió trabajar en el túnel de escape y no salir a la superficie.
Ese día lo extendió hasta los siete metros, y nunca más avanzó. Por la noche,
mientras la tempestad aullaba y rugía en la superficie, Byrd aseguró la puerta
trampa de Base Avanzada y se dispuso a pasar la noche al abrigo de su refugio.
Pero algo andaba mal. ¿Qué sería? A poco de pensar, se
dio cuenta de que en el interior de la cabaña hacía más frío del que debía. La
estufa se había apagado. Revisó el tanque de combustible: estaba medio lleno.
Richard pensó que inadvertidamente había cerrado la válvula antes de salir.
Intentó encender el quemador de nuevo, pero una ráfaga helada que bajaba por el
tiro de la chimenea le apagó la cerilla. El viento se colaba por todos los
tubos, incluyendo el de la estufa, y eso era lo que le había apagado la
calefacción. "El viento estaba soplando con fuerza", escribe el
prisionero. "La Barrera se estremecía con las sacudidas que ocurrían en lo
alto, y el ruido era tan terrible que parecía que la totalidad del mundo físico
se estuviera destrozando en pedazos".
Tenía que limpiar los
contactos del anemómetro antes de que dejase de
funcionar. Luego de cierto esfuerzo -el viento rasante de superficie mantenía
la trampa pegada al suelo como si le hubieran echado cemento-, Richard
consiguió levantarla lo suficiente para salir, pero fue golpeado por una cellisca
enceguecedora. Caminando a cuatro patas como un animal (porque la fuerza del
viento no le permitía ponerse de pie), dejó caer la trampa para que el aire,
saturado de nieve, no cegara su veranda de entrada a la cabaña. "Era
imposible ver nada. Millones de pequeñas bolas de nieve hacían explosión contra
mis ojos y rostro, con la fuerza de proyectiles BB (se refiere a perdigones o
pequeños balines de plástico utilizados en las armas de aire comprimido;
cualquiera que por accidente haya recibido un balín de plástico en la espalda o
en un brazo sabe lo que debe haber sentido nuestro héroe al recibir millones de
impactos similares en el rostro). Respirar era aún más difícil: la nieve
obstruía la boca y las ventanas de la nariz ante el menor intento de inhalar. "No
pude ver el poste del instrumento hasta que me golpeé la cabeza con él. Comencé
a trepar, mientras millones de demonios intentaban sacarme los ojos,
reventarlos con los pulgares. Pero todo era inútil. La ventisca congelaría los
contactos del anemómetro tan rápido como yo los limpiara... Además, los
brazos del instrumento giraban tan deprisa que no podría detenerlo sin perder
algunos dedos".
Desalentado, ciego, enloquecido de dolor, Byrd regresó
gateando a donde se suponía que estaba la trampa. Pero no pudo encontrarla. En
los escasos minutos que había pasado arriba, la cantidad de nieve transportada
por el viento la había sepultado de nuevo. Desesperado, hurgó con sus guantes
hasta que consiguió encontrarla. Limpió de nieve la superficie de la puerta
trampa, tomó la manija y tiró.
Nada.
Nada.
Tiró con más fuerza, pero la hoja no se movió. La
nieve había vuelto a soldar la puerta a su marco, junto con los goznes y los
pernos. Es de imaginar el supremo horror de aquel instante: "A horcajadas
sobre la escotilla, tiré con todas mis fuerzas. Tanto hubiera dado que
estuviese tratando de levantar la Barrera de Ross".
Si no conseguía abrir la puerta de su refugio, en
menos de diez minutos estaría muerto. Sólo tenía puesta su parka de lana y
pantalones, y sobre ellos un overol. Había salido completamente desprotegido.
Las tormentas de nieve atacan en la Antártida con una crueldad absolutamente
imposible de comparar con nada: un viento que en el Polo Sur se considera
"moderado" tiene fuerza superior a la del huracán Katryna en las
regiones tropicales. Como bien lo expresaba Byrd, “no se puede ver, no se puede
respirar. No se puede caminar erguido, no se puede meter aire en los pulmones
una vez que se ha exhalado, y el ruido de la tormenta es tan intenso que hace
perder la calma aun a los más valientes”.
Por si esto fuera poco, la velocidad del viento helado
arranca el calor de los tejidos humanos mucho más de lo que el organismo
puede generarlo, y la hipotermia, el coma y la muerte son consecuencias
inmediatas y necesarias, acaso al cabo de tres o cinco minutos. Tenía que
conseguir abrir la compuerta, y tenía que hacerlo de inmediato.
Tiró con más fuerza, pero la hoja no se movió. La
nieve había vuelto a soldar la puerta a su marco, junto con los goznes y los
pernos. Es de imaginar el supremo horror de aquel instante: "A horcajadas
sobre la escotilla, tiré con todas mis fuerzas. Tanto hubiera dado que
estuviese tratando de levantar la Barrera de Ross".
"El pánico se apoderó de mi mente, debo
confesarlo. Perdí la razón. Como un demente, rasguñé la compuerta de madera; la
golpeé con los puños tratando de soltar la nieve y, cuando incluso eso fracasó,
me puse boca abajo y tiré de la empuñadura hasta que el frío y el agotamiento
hicieron que los dedos dejaran de obedecerme. ´¡Imbécil! ¡Imbécil!´, me grité
una y otra vez. Había pasado todo ese tiempo temiendo quedar encerrado en Base
Avanzada, había trabajado como un poseso en el túnel de escape, y allí estaba
ahora, atrapado en el exterior. Nada podía ser peor, porque sólo
medio metro debajo de mí estaba la vida y estaba la salvación... medio metro,
todo lo necesario para sobrevivir, y yo no podía obtenerlo, y moriría con la
seguridad al alcance de mi brazo".
Pero Byrd estaba determinado a sobrevivir: no, él no
moriría. Tenía que hacer algo. No pudiendo destrabar la puerta, caminó como un
borracho sobre el techo de su cabaña, hasta tropezar con uno de los tubos de
ventilación, más precisamente el de salida. Dando la espalda al viento, miró
por la cañería. Sólo se percibía un vago resplandor más abajo, un retazo de luz
y un poco de calor. ¿Podría romper los tragaluces del techo? Era bastante
improbable, porque estaban sepultados bajo 60 centímetros de nieve
cristalizada, translúcida pero tan dura como el vidrio. Además, estaban
reforzados con alambre tejido. Aferrado al cañón del tubo, pensó en arrancarlo
y golpear con él la nieve, romper las ventanas y dejarse caer al interior de su
refugio. Intentó forzarlo para arrancarlo de su base, pero no se movió. Tiró
con todas sus fuerzas, pero es obvio que un tubo capaz de sostenerse de pie en
medio de esas brutales ventiscas no sucumbiría a los esfuerzos de un hombre
agotado, desesperado y asustado. Por más que hizo, no pudo moverlo.
Debía pensar en otro sistema. La muerte se cernía
sobre él como un millón de pájaros blancos; la temperatura huía de sus
insuficientes ropas. La nada y el olvido venían a por él.
Entonces recordó la pala.
¡La pala! La había tenido en la mano la semana
anterior, y estaba seguro de no haberla llevado abajo. "Después de
emparejar la nieve luego del último ventarrón, la había dejado clavada en la
nieve, con el mango hacia arriba. Ella representaba mi salvación, mas... ¿Dónde
estaba? No podía ver nada. Me tendí en la nieve, y, sin soltar el tubo de
ventilación, estiré los pies todo lo que pude y describí un círculo completo,
esperando tropezar con el mango de la pala. No pude encontrarlo. Me dirigí a la
trampilla y repetí mi exploración circular. Nada. No podía soltarme de una cosa
hasta que no encontrara otra, por miedo a perder mis puntos de referencia. Mi
pie dio entonces contra el segundo tubo de ventilación (el de entrada de aire).
Tomándome de él, volví a tenderme en la nieve y describí un círculo... ¡hasta
que mi pie golpeó algo duro! Sólo podía ser el mango de la pala. Cuando lo
palpé y lo recorrí con los dedos, tuve ganas de besarlo".
Abrazado a su herramienta de salvación, Byrd se
arrastró de vuelta a la compuerta. Pasó el mango de la pala bajo la manilla de
la puerta Byrd y tiró hacia arriba -su sentido normal de apertura-, pero no
pudo moverla. Entonces, una idea le iluminó la mente, impulsada por el ingenio
que da la desesperación: "Me tendí boca abajo y coloqué la espalda bajo la
pala. Poniéndome en cuatro patas, hice fuerza hacia arriba con la columna
vertebral. Entonces la puerta se abrió de golpe, rodé por el hueco y caí de
cabeza a la veranda inferior, justo frente a la puerta de la cabaña, que me
ofreció la luz y una bocanada de calor. ´¡Qué maravilloso!´, pensé. ´¡Qué
visión divina y maravillosa!".
El reloj de pulsera de Byrd, con su mecanismo
congelado, se había detenido a los pocos momentos de quedar aislado en el
exterior; sin embargo, los cronómetros de Base Avanzada decían que había
permanecido fuera menos de una hora.
La estufa se había apagado por el viento que entraba
por el cañón de la chimenea; sin molestarse en encenderla, agotado, el marino
se desvistió y así, sin comer, se metió en la bolsa de dormir.
A la mañana siguiente, a las 7, despertó confundido.
Estaba duro y rígido por el frío. Sus ropas, heladas, crujían mientras luchaba
con ellas para colocárselas. Habiendo aprendido de la experiencia del día
anterior, Byrd pensó que la trampa estaría soldada otra vez. Era exactamente lo
que había sucedido. Sin preocuparse por pelear con ella, caminó tranquilamente
hasta el extremo del túnel de escape, perforó un orificio en el techo y,
provisto de una larga varilla con una bandera, abandonó su refugio. Ató una
cuerda a la varilla, luego de clavar aquella junto al orificio y, rodeando su
cintura con el otro extremo, anduvo a trompicones hasta encontrar el poste del
anemómetro.
La ventisca aún rugía y forcejeaba con la estructura.
Con la linterna encendida, Byrd obtuvo una visibilidad de dos metros, la cual
era sin embargo suficiente para el trabajo que debía hacer. Cargados de hielo,
los vasos del anemómetro giraban mucho más lentos de lo que debían, entregando
lecturas erróneas. Además, los contactos eléctricos llevaban una noche entera
congelados. "La tarea de limpiarlos fue abominable, pero luego de haber
sobrevivido a mi experiencia de la noche anterior, no creí tener motivos para
quejarme", escribió Byrd en su diario. Selló la abertura del túnel de
escape colocándole encima dos cajones de alimentos; de este modo podría
encontrarla con más facilidad si se veía en problemas otra vez.
Esta vez había sobrevivido, pero aún le faltaban
junio, julio y agosto. Las dificultades y problemas seguirían
presentes día tras día en medio de su completo aislamiento y bajo
temperaturas que bordeaban los 50 y 60 grados bajo cero. El frío era
difícil de soportar. El hielo había conquistado absolutamente toda la
Base Avanzada: no quedaba un solo rincón libre de él. Cubría el piso, las
cuatro paredes y el techo. El sol tardaría aún 27 días en volver a salir.
Al finales de julio, hacía ya sesenta días que
Byrd estaba enfermo. Su gran debilidad lo obligó a interrumpir sus
observaciones sobre la aurora, porque ya no podía permanecer en la
superficie más de cinco minutos. No reveló sin embargo a sus compañeros de
equipo de "Litle America" su crítica condición por temor a
que éstos decidieran acudir en su rescate afrontando en el largo trayecto
hasta su refugio los evidentes peligros del invierno ártico y poniendo también
fin a sus investigaciones. No obstante, y pesar del silencio
de Byrd acerca de sus problemas, sus compañeros de equipo empezaron a
percibir señales preocupantes en su salud y sin pensarlo dos veces, se
aprestaron a acudir en su ayuda.
El 8 de agosto Byrd se enteró de que ya sus amigos
habían salido con dirección a su refugio. Esta noticia y su inminente
llegada despertaron en aquel hombre recluido desde hacía ya seis
meses en medio de la soledad y del frío, una jubilosa expectativa.
La noche del 10 de agosto, comprobó jubiloso que la expedición
de Litle America estaba ya a 149 kilómetros. Al paso que iba,
llegarían a Base Avanzada en las próximas horas.
“Sabía que todavía demorarían en llegar, pero me
consumía la impaciencia. A las 5 de la mañana salí a la superficie. El cielo se
había despejado, pero la falta de luz mostraba una Barrera negra y vacía.
Encendí una lata de gasolina, pero no obtuve respuesta. Bajé y dormí una hora.
A las 6 estaba de nuevo en la escotilla... ¡y esta vez realmente vi algo!
Un rayo de luz se elevó verticalmente desde la Barrera, se alzó directamente al
norte y luego cayó, tocó una estrella y se apagó. No había duda: era el
reflector del tractor de Poulter, a no más de dieciséis kilómetros del
refugio"
.
Comprensiblemente feliz, Byrd volvió a remontar la
cometa, esta vez con una bengala atada a la cola. Tirando con fuerza, logró
remontarla a 25 metros de altura. Con el aparato volante en el aire, se sentó
en la barrera para escudriñar el norte. Habían transcurrido ciento cuarenta y
siete días desde que se quedó solo en la Base Avanzada y hacía ya setenta y
cinco días que estaba enfermo. Era hora de acabar con su tormento.
A las 8:30 aún no se veía nada. Byrd estaba agotado.
Bajó a la cabaña y se quedó dormido hasta las 10 de la noche. Armado con
una bengala y un gran trozo de alambre, subió entonces por la escotilla. Ató el
cable a la bengala, lo arrojó sobre la antena, y lo elevó hasta el punto más
alto. La luz lo deslumbró, pero cuando se extinguió, miró hacia la oscuridad
del norte y pudo ver, con lágrimas de agradecimiento en los ojos, el haz de un
reflector que se movía lentamente, subiendo y bajando sobre el horizonte.
Esforzando la vista, observó otra luz abajo, fija y más débil que la primera:
el faro delantero del tractor. "Encendí otra lata de gasolina -con lo que
sólo me quedaron dos- y mi penúltima luminaria de magnesio y bajé a la
cabaña".
Su alegría lo movió a prepararse para la llegada
inminente de sus tres amigos. Preparó sopa, la puso al fuego y volvió a subir a
la superficie.
El farol del tractor era ahora muy visible, aunque
aún estaba a 8 kilómetros de Base Avanzada. Byrd se sentó en la
nieve y al poco rato pudo escuchar el ruido de los eslabones de las orugas y el
alegre sonido de la bocina.
Pocos minutos antes de medianoche, el tractor se
detuvo a 100 metros de la escotilla de entrada a Base Avanzada. Fue tanta
la emoción de esos momentos y estaba Byrd en condiciones anímicas tan
lamentables, que apenas si recordaría más tarde los pormenores del
encuentro. Estrechó las manos de sus amigos y les dijo: "Hola, muchachos. Bajemos.
Tengo un tazón de sopa esperándolos" y luego, se derrumbó al pie de
la escalerilla. Eso ocurrió poco después de la medianoche del 11 de agosto de
1934.
Debieron pasar dos meses y cuatro días antes de
que Byrd pudiera regresar en el tractor a “Little America” pues las
condiciones climáticas eran muy difíciles y Poulter, el capitán del
grupo de rescate decidió que el almirante no estaba en ese momento en
condiciones físicas ni mentales para enfrentar el duro trayecto de vuelta.
Tenía razón: el almirante era solo un espectro
de lo que había sido, hambreado, envenenado, congelado y quemado, no
hubiera sobrevivido al viaje de retorno. Por otro lado, el clima era malo y no
tenía sentido arriesgar a la tripulación de uno de los aviones para que
fuera a recogerlo.
El 14 de octubre llegó el Pilgrim desde “Little
America”, piloteado por Bowlin y Schlössbach. Poulter embarcó en él con el
almirante Byrd, que abandonaba de esta forma y en esta fecha el mísero refugio
subterráneo que había sido su único universo desde el 28 de marzo. Waite y
demás se quedarían en Base Avanzada para concluir las últimas tareas.
"Salí por la escotilla y no di una sola mirada
atrás. Una parte de mí se quedó para siempre en aquellos 80°08´ de latitud
sur: lo que me quedaba de juventud, mi vanidad y mi escepticismo. Por otra
parte, me llevé algo que no había tenido antes: el arrobamiento ante la
maravillosa belleza de estar vivo y una pequeña colección de valores
morales".
Los nombres de quienes conformaron esta segunda
expedición de Byrd han quedado en la historia de la ciencia y la exploración y
también en la mente de los amantes de la aventura del descubrimiento humano. De
mil formas se los ha tratado de homenajear: como es lógico, la mejor de ellas
es bautizando con sus nombres distintos accidentes geográficos.
Así, dieron el nombre de Paul Siple a un
volcán de la Antártida y a una isla en la costa del Mar de Amudsen; otro volcán
apagado fue bautizado Monte Murphy, así como un grupo de rocas
semisumergido y una pequeña bahía; el risueño Petersen (aquel que profetizara
la muerte de Byrd en su "tumba helada") tiene su banco y su isla;
existe también la Isla Dyer. El marino Bob Young ha perpetuado su nombre en
los Nunataks Young y el Pico Young, el piloto
Bailey tiene su península y su grupo de rocas costeras y su colega Bowlin dio
su nombre a un plateau. Hill, el chofer de uno de los tractores,
tiene sus Nunataks y su islote. Hay también unos Nunataks Black y unas Rocas
Black. Existe un Monte Waite... y así...Luego de su epopeya en Base Avanzada; Byrd
comandó todavía dos enormes expediciones antárticas: la Operación Highjump
(1946-47) y la Operación Big Freeze. Esta última (1955) estableció tres bases
permanentes que aún existen y están habitadas: la Base Bahía de las Ballenas,
la Base McMurdo Sound y la Base Amudsen-Scott en el Polo Sur.
En 1946, un año después de que finalizara la segunda Guerra Mundial, Estados Unidos organizó una expedición a la Antártida llamada Operación Highjump, al mando del Almirante Byrd. Si bien esta operación tuvo un carácter científico con 300 investigadores que abarcaban casi todas las disciplinas científicas, contó también con un importante despliegue militar. Byrd dispuso de toda la ayuda posible para la ocasión: 13 barcos, varias escuadras de aviones y 4.000 hombres. La misión tenía también un objetivo secundario muy importante para la Administración estadounidense: la localización de yacimientos minerales bajo el hielo, especialmente de uranio necesarios para la elaboración de armas nucleares. La misión terminó en abril de 1947. Se cartografiaron unos 325.000 km2 (1/3 de estos territorios era incluido por primera vez en los mapas).
En 1946, un año después de que finalizara la segunda Guerra Mundial, Estados Unidos organizó una expedición a la Antártida llamada Operación Highjump, al mando del Almirante Byrd. Si bien esta operación tuvo un carácter científico con 300 investigadores que abarcaban casi todas las disciplinas científicas, contó también con un importante despliegue militar. Byrd dispuso de toda la ayuda posible para la ocasión: 13 barcos, varias escuadras de aviones y 4.000 hombres. La misión tenía también un objetivo secundario muy importante para la Administración estadounidense: la localización de yacimientos minerales bajo el hielo, especialmente de uranio necesarios para la elaboración de armas nucleares. La misión terminó en abril de 1947. Se cartografiaron unos 325.000 km2 (1/3 de estos territorios era incluido por primera vez en los mapas).
El 19 de febrero de ese año, Byrd escribió un sorprendente diario de viaje que actualmente se encuentra en la Universidad del Estado de
Columbus, Ohio, EE. UU en el cual relataba con lujo de detalles, lo sucedido en aquella cuarta
expedición al Polo Sur.
Según Byrd, mientras se hallaba volando en su avión Pratt & Withney, en compañía de su copiloto, observó de pronto que por debajo de ellos, en plena zona antártica, se veían valles verdes y zonas boscosas. La temperatura marcaba increíblemente 24 grados centígrados y al descender a menor altura alcanzaron a
ver un animal pastando. Se trataba según Byrd de un mamut. En
determinado momento el avión pareció flotar, los controles no respondían y se vieron rodeados de otros aparatos metálicos que lo invitaron a descender, cosa que hicieron atraídos por una fuerza desconocida. Una vez en tierra, fueron recibidos por
seres intraterrenos que los condujeron a él y a su copiloto hasta la presencia de un personaje
extremadamente amable, una especie de Maestro, que les explicó detalladamente el
porqué de su visita a ese mundo subterráneo. La preocupación de los habitantes
del interior de la Tierra estaba centrada en las explosiones atómicas que el ser
humano estaba realizando, las cuales ponían en peligro a todo el planeta. Les aconsejó que hicieran conocer esto a los responsables del mundo. Al final, volvieron a acompañarlos hasta su avión para despedirlos. Una
vez más impulsados por fuerzas desconocidas, el aparato emprendió el regreso.
Byrd dice que tal como se le había pedido trasmitió esa experiencia al Presidente de EE.UU. pero que luego de hablar con él fue citado al Pentágono, para ser rigurosamente investigado por el Servicio Secreto y por un
cuerpo médico y luego quedar al cuidado de los medios de Seguridad de los
Estados Unidos con la orden perentoria de callar todo lo vivido, por el bien de la
Humanidad.
Permaneció amenazado y en silencio
forzado durante muchos años hasta que, como legado, decidió dejar por escrito
su experiencia. Completó su diario de viaje apelando a la memoria y la última
de sus anotaciones data del 30 de diciembre de 1956. Su historia no es muy conocida
por el común de la gente y ha sido vapuleada desde todos los ángulos, pero
también ha dado pie a la teoría nunca comprobada científicamente, de que
nuestro planeta sería hueco, tendría dos enormes entradas en los polos y en su
interior viviría una civilización mucho más adelantada que la nuestra,
alimentada por un pequeño sol y basados en un permanente estado de paz.
Qué les parece este relato, amigos
lectores? ¿Inquietante, verdad? Sobre todo por venir de alguien de tanta
prestancia como el Almirante Byrd. Pero, desde luego, siempre cabrá
preguntarse: ¿Demencia? ¿Invención? ¿Alucinaciones?
En 1955, el Almirante Byrd fue designado jefe del programa antártico organizado por los Estados Unidos de América, conocido con el nombre de Operación Deep-Freeze, con motivo de la celebración del Año Internacional Geofísico (1957).
Pero, después de sobrevolar por tercera vez el Polo Sur, Byrd tuvo
que abandonar el proyecto de su sexta expedición a la Antártida al caer
gravemente enfermo. Murió en Boston mientras dormía, el 11 de marzo de
1957. Tenía sesenta y nueve años.
Durante su vida recibió veintidós condecoraciones,
menciones y citaciones en despachos navales. Nueve de las condecoraciones
fueron al coraje, y dos de ellas por salvar las vidas de otros. También se le
dedicaron en vida tres desfiles en su honor. Entre las medallas recibidas por
Byrd se encuentran la Medalla de Honor de la Marina, la Cruz de Servicio
Distinguido (dos veces), la Medalla del Congreso al Rescate de Vidas, la Cruz
de Vuelo Distinguido, la Legión al Mérito (dos veces) y la Gran Cruz Naval de
los Estados Unidos.
En vida de Byrd, su ciudad natal bautizó con su nombre al
Aeropuerto Internacional de Richmond, Virginia. La biblioteca de Springfield,
Virginia lleva el nombre de "Biblioteca Richard E. Byrd". Además de
la Tierra de Marie Byrd, que Richard descubrió y bautizó en honor a su esposa,
se lo ha homenajeado asimismo llamando Monte Byrd a una montaña de 810 metros
en la Tierra de Marie Byrd y a un cráter de 93 km. de diámetro en la Luna.
Tanto su vida, como sus aventuras y
descubrimientos, fueron plasmados por el propio Byrd en varios libros de su
autoría:
Hacia el cielo (1928), Little America (1930), Descubrimiento (1935), Explorando con Byrd (1938), y, por último, Soledad (1938).
Una vida en verdad apasionante. ¿No lo creen así, amables lectores?
Incluyo aquí, amigos, el Diario secreto del Almirante Byrd para aquellos de ustedes que no estén cansados con este relato y se animen a leerlo.
DIARIO
1957
Prefacio
Debo escribir este diario a escondidas y
en absoluto secreto. Se refiere a mi vuelo al Ártico del 19 de febrero del año
1947. Vendrá un tiempo en el que la racionalidad de los hombres deberá
disolverse en la nada y entonces se deberá aceptar la ineludible Verdad. Yo no
tengo la libertad de divulgar la documentación que sigue, quizás nunca verá la
luz, pero debo, de cualquier forma, cumplir con mi deber y relatarla aquí
con la esperanza de que un día todos puedan leerla, en un mundo en el que el
egoísmo y la avidez de ciertos hombres ya no podrán suprimir la Verdad...
-Tenemos considerables turbulencias.
Ascendemos a una altitud de 2.900 pies (aprox. 885 metros).
-Las condiciones de vuelo son de nuevo
buenas. Se pueden ver enormes masas de nieve y hielo bajo nosotros.
-Notamos en la nieve bajo nosotros un
tono amarillento. Ese cambio de color sigue un patrón preciso.
-Descendemos para poder observar mejor
este fenómeno.
-Ahora podemos reconocer distintos
colores. Vemos también patrones rojos y lila.
-Sobrevolamos la región otras dos veces,
y después volvemos al curso en que estábamos.
-Volvemos a chequear la posición con
nuestra base.Transmitimos todas las informaciones referentes a los patrones y a
los cambios de color del hielo y la nieve.-Nuestras brújulas se han vuelto
locas.-Ambas, la brújula giroscópica y la brújula magnética, giran y vibran.
-Ya no podemos comprobar nuestra
posición y dirección con nuestros instrumentos. Sólo nos queda la
brújula solar. Con ella podemos mantener la dirección.
-Todos los instrumentos funcionan
titubeantemente y extremadamente lentos.
-Sin embargo no podemos determinar una
congelación. Podemos distinguir montañas ante nosotros.
-Nos situamos a 2.950 pies
(aproximadamente 900 metros). De nuevo tenemos fuertes turbulencias.
-Hace 29 minutos que hemos visto las
montañas por primera vez. No nos hemos equivocado. Es toda una cadena
montañosa.
-No es especialmente grande. Nunca antes
la había visto.
-Entretanto estamos directamente sobre
la cadena montañosa.
-Seguimos volando en línea recta,
siempre en dirección norte.
-Tras la cadena montañosa hay un pequeño
valle.
-A través del valle serpentea un río.
-Estamos asombrados: aquí no puede haber
un valle verde. Aquí hay cosas que no concuerdan.
-Bajo nosotros debería haber masas de
hielo y nieve.
-A babor las pendientes de las montañas
arboladas con altos árboles.
-Toda nuestra navegación ha dejado de
funcionar.
-La brújula giroscópica se balancea
continuamente en un ir y venir.
-Desciendo ahora a 1.550 pies (aprox.
470 metros).
-Hago girar acusadamente al avión hacia
la izquierda.
-Ahora puedo ver mejor el valle
bajo nosotros. Sí, es verde. Está cubierto de árboles y zonas de
musgo.
-Aquí dominan otras condiciones de
iluminación.
-En ningún lado puedo ver el sol.Hacemos
de nuevo una curva a la izquierda.
-Ahora divisamos bajo nosotros un animal
adulto.
-Podría ser un elefante. ¡No! Es
increíble, parece un mamut.
-Pero de verdad es así. Tenemos bajo
nosotros un mamut adulto.
-Ahora bajo aún más.-Ahora estamos a una
altura de 1.000 pies (aprox. 305 metros). Observamos al animal con los
prismáticos.
-Ahora es seguro, es un mamut o un
animal que se le parece mucho al mamut.
-Radiamos las observaciones a la base.
-Sobrevolamos entretanto otras montañas
más pequeñas.
-Yo estoy mientras tanto
totalmente asombrado. Aquí hay cosas que no concuerdan.-Todos los
instrumentos vuelven a funcionar.
-Empieza a hacer calor.
-El indicador nos dice que estamos a 74
grados Fahrenheit
(aprox. 23º C)
-Mantenemos nuestro curso.
-Ya no podemos localizar a nuestra base,
puesto que la radio ha dejado de funcionar. El terreno bajo nosotros
se vuelve cada vez más plano.
-No sé si me expreso correctamente, pero
todo da una impresión de completa normalidad, ¡¡¡y ante nosotros se levanta con
absoluta claridad una ciudad!!!
-Esto sí que es imposible.
-Todos los instrumentos dejan de
funcionar.
-¡¡¡Todo el avión empieza ligeramente a
tambalearse!!! ¡¡DIOS mío!!!
-A babor y estribor aparecen a ambos
lados extraños objetos voladores. Son muy rápidos y se nos acercan. Están tan
cerca que puedo ver claramente su distintivo. Es un interesante símbolo sobre
el que no quiero hablar. Es fantástico. No tengo ni idea de dónde estamos.
-¿Qué nos ha pasado? No lo sé.
-Manejo mis instrumentos, pero siguen
sin funcionar en absoluto.
-Entretanto hemos sido rodeados por los
discos voladores en forma de plato.
-Parece que estamos prisioneros. Los
objetos voladores irradian un brillo propio.
-Nuestra radio emite unos chasquidos.
Una voz nos habla en lengua inglesa.
-La voz tiene acento
alemán:“¡¡¡BIENVENIDO A NUESTRO TERRITORIO, ALMIRANTE!!!
-”En exactamente siete minutos les
haremos aterrizar. Por favor relájese, almirante, está usted en buenas manos.”
De aquí en adelante nuestros motores
dejan por completo de funcionar. El control de todo el avión está en manos
ajenas.
-El avión gira en torno a sí mismo.
-Ningún instrumento reacciona ya.
-Recibimos precisamente otra
comunicación por radio, que nos prepara para el aterrizaje.-A continuación
empezamos sin demora con el aterrizaje.
-A través de todo el avión pasa un suave
temblor apenas perceptible.
-El avión baja hasta el suelo como en un
inmenso e invisible ascensor.
-Levitamos de manera totalmente suave
hasta ahí.
-El contacto con el suelo apenas se
nota. Sólo hay un ligero y corto choque.
-Hago mis últimas anotaciones de abordo
a toda prisa.
-Viene un pequeño grupo de hombres hacia
nuestro avión. Todos ellos son muy altos y tienen cabellos rubios. Más atrás
veo una ciudad iluminada. Parece resplandecer en los colores del arco iris. Los
hombres están aparentemente desarmados. No sé lo que ahora nos espera.
Claramente, una voz me llama por mi nombre y me ordena abrir. Obedezco y abro
la portilla de carga.
Aquí terminan las anotaciones en el
libro de abordo. Todo lo que sigue lo escribo de memoria.
Es indescriptible, más fantástico que
toda la fantasía, y si yo mismo no lo hubiera vivido, lo calificaría de
completa locura. Nosotros dos, mi operador de radio y yo, somos conducidos
fuera del avión y saludados con suma amabilidad. Entonces nos conducen a un
disco deslizante, que aquí utilizan como medio de locomoción. No tiene ruedas.
Con enorme rapidez nos acercamos a la brillante ciudad.-El esplendor de
colores de la ciudad parece provenir del material parecido al cristal en que
está construida. Pronto nos paremos ante un imponente edificio. Semejante
arquitectura no la había visto hasta ahora en ninguna parte. No es comparable
con nada. La arquitectura es como si proviniera directamente de la mesa de
dibujo de un Frank Lloyd Wright, o bien podría estar sacado de una película de
Buck Roger. Nos dan una bebida caliente. Esta bebida sabe diferente a todo lo
que yo haya disfrutado. Ninguna bebida, ninguna comida tiene un sabor
comparable. Sabe sencillamente distinto, pero sabe de maravilla.
Han pasado unos diez minutos, cuando dos de estos extraños hombres que
tenemos por anfitriones se acercan a nosotros. Se dirigen a mi y me comunican
sin lugar a dudas que debo acompañarles. No veo otra alternativa que
cumplir su orden. Por tanto nos separamos. Dejo a mi operador de radio y sigo a
los dos. Poco después llegamos a un ascensor, en el que entramos. Nos movemos
hacia abajo. Cuando nos detenemos, la puerta se desliza silenciosamente hacia
arriba. Caminamos por un pasillo largo en forma de túnel e iluminado por una
luz color rojo claro. La luz parece emanar de las paredes mismas. Llegamos ante
una puerta grande.
Ante esta gran puerta nos paramos y
permanecemos así. Sobre la gran puerta se encuentra un letrero acerca de cual
nada puedo decir. Sin ningún ruido se desliza la puerta a un lado.
Una voz me exhorta a entrar. “No se
preocupe, Almirante”, me tranquiliza la voz de uno de mis dos acompañantes,
“¡el Maestro va a recibirle!” De manera que entro. Estoy deslumbrado. La
multitud de colores, la luz que llena la habitación, mis ojos no saben a dónde
mirar y tienen primero que acostumbrarse a las condiciones. Pasa un rato hasta
que puedo reconocer algo de lo que me rodea. Lo que ahora veo es lo más bonito
que he visto nunca. Es más espléndido, más bonito y más suntuoso de lo que yo
podría describir. Creo que ningún idioma puede resumir con palabras lo que
puede ver. Creo que a la Humanidad le faltan palabras para ello. Mis
observaciones y reflexiones fueron interrumpidas por una voz melodiosa y
cordial:
–Le doy la bienvenida. Sea usted de la
forma más cordial bienvenido en nuestro país, Almirante.
Ante mi está un hombre de gran estatura
y una fina cara marcada por la edad. Está sentado a una imponente mesa y me da
a entender con un movimiento de la mano que debo sentarme a una de las sillas.
Le obedezco y me siento, después junta sus manos de forma que se tocan las
puntas de los dedos. Me sonríe.
–Nosotros lo hemos hecho venir, porque
tiene usted un carácter consolidado y arriba en el mundo goza de una gran fama.
–¿Arriba en el mundo? –me falta el
aliento.
–Sí, contesta el Maestro a mis
pensamientos– Usted está ahora en el imperio de los Arianni, en el interior del
mundo. No creo que nosotros tengamos que interrumpir su misión mucho tiempo.
Usted pronto será conducido a la superficie de la Tierra. Pero antes
le voy a comunicar por qué yo le hice venir, almirante. Nosotros seguimos los
acontecimientos que se producen arriba sobre la Tierra. Nuestro interés fue
despertado cuando ustedes lanzaron las primeras bombas atómicas en Hiroshima y
Nagasaki. En aquella mala hora fuimos a vuestro mundo con nuestros platillos
volantes cuando expedimos sobre vuestro mundo de superficie nuestros medios
voladores: los Flugelrads.
Teníamos que ver personalmente lo que
hizo vuestra raza. Entretanto ya hace mucho de eso, y vosotros diríais que es
historia. Pero es para nosotros significativo, por favor déjeme continuar.
Nosotros no nos hemos inmiscuido en vuestras escaramuzas y guerras. Vuestras
barbaridades las hemos consentido. Pero mientras tanto habéis empezado a experimentar
con fuerzas que en realidad no estaban pensadas para los hombres. Esto es la
fuerza atómica. Ya hemos intentado algunas cosas. Hemos hecho llegar mensajes a
los estadistas del mundo pero ellos no creen en la necesidad de
escucharnos. Por este motivo fue usted elegido. Vd. debe ser nuestro testigo,
testigo de que nosotros y este mundo en el interior de la Tierra existimos, que
nosotros aquí realmente existimos. Mire a su alrededor, y usted pronto
comprobará que nuestra ciencia y nuestra cultura están varios miles de años por
delante de las vuestras. Mire usted., almirante.”
–Pero, interrumpí al Maestro– ¿qué tiene
esto que ver conmigo, señor?
El Maestro pareció sumergirse
dentro de mi, y después de examinarme durante largo rato, me contestó:
–Vuestra raza ha alcanzado un punto de
no retorno. Tenéis a personas entre vosotros que estarían dispuestos a
destruir la Tierra entera antes que perder su poder, el poder que ellos
creen conocer.
Le di a entender con un movimiento de
cabeza que entendía sus explicaciones. El Maestro continuó
hablándome:
–Desde hace varios años hemos intentado
una y otra vez contactar con vosotros. Pero todos nuestros intentos son
contestados con agresividad. Nuestros platillos voladores son perseguidos por
vuestros aviones de combate, atacados y disparados. Ahora debo decirle, hijo
mío, que una enorme y nefasta furia se levanta, que una poderosa tormenta
barrerá su país, y durante mucho tiempo lo arrasará. Desconcertados ante ello
estarán vuestros científicos y ejércitos y no podrán ofrecer ninguna solución.
Esta tormenta tiene poder de aniquilar toda la vida, toda la civilización de
ustedes de forma que toda cultura podría ser destruida y todo podría hundirse
en el caos. La gran guerra que acaba de terminar es sólo un preludio de lo que
puede venir sobre vosotros. Para nosotros aquí esto se hace patente hora tras
hora de manera más clara. Parta de la base de que me equivoco.
–No, ya vino una vez la época oscura
sobre nosotros, y duró 500 años –le repliqué yo al Maestro.
–Así es, hijo mío –me contestó– los
tiempos sombríos cubrirán vuestro país de cadáveres. Y sin embargo parto de la
base de que algunos de vuestra raza sobrevivirán a esta conflagración. Lo que
después ocurrirá no puedo revelarlo. Nosotros vemos en un futuro lejano surgir
una nueva Tierra, que será construida con los escombros de vuestro viejo mundo,
y os acordaréis de sus tesoros legendarios y los buscaréis. Y mira, los tesoros
legendarios estarán aquí con nosotros. Nosotros somos aquellos que los
mantenemos a salvo. Cuando haya comenzado ese futuro, nos presentaremos a
vosotros, ayudaremos a los hombres a revivificar su cultura y su raza. Quizá
hayáis aprendido entonces que guerra y violencia no conducen al futuro. Para el
tiempo que entonces seguirá, se os harán accesibles antiguos conocimientos.
Conocimientos que ya tuvisteis una vez. De usted, hijo mío, espero que vuelva a
la superficie con estas informaciones.
Con esta exigencia terminó el Maestro su
exposición y me dejó muy desconcertado, pero para mi estaba claro que el
Maestro tenía razón. Por consideración o por humildad, no lo sé, me despedí de
todas formas con una ligera inclinación. En ese momento aparecieron los dos
acompañantes, que me habían conducido hasta allí.
Me volví hacia el Maestro. Había una
cálida y amistosa sonrisa en su vieja y noble cara:
–Le deseo a usted un buen viaje, hijo
mío– dijo haciendo por último el signo de la paz y entendí que
nuestro encuentro había llegado a su fin.
Volvimos rápidamente hacia el ascensor y
nos movimos hacia arriba. Tras finalizar la conversación con el Maestro tenía
prisa de verdad por volver a la nave. Era importante que yo llevase
inmediatamente el mensaje recibido a mi raza, me aclaró uno de mis
acompañantes. A todo esto yo no dije nada. Fui conducido hasta donde aguardaba
mi operador de radio. Por su expresión vi que estaba presa de
temor.
–Todo está en orden –le dije intentando
tranquilizarlo – no hay de qué preocuparse. Junto con nuestros
acompañantes, ingresamos de nuevo al disco deslizante, que, velozmente,
nos devolvió a nuestro avión.
Ingresamos inmediatamente a bordo. Los
motores ya estaban en marcha. Había una atmósfera de tremenda prisa, la
necesidad de actuar rápido era evidente. Al cerrar la portilla, nuestro
avión fue elevado a las alturas por una fuerza inexplicable para mi. Volvimos a
encontrarnos a 2.700 pies (aprox. 825 metros). Estábamos acompañados por dos de
sus platillos que se mantenían no obstante, a una cierta distancia
de nosotros. El velocímetro no indicaba en todo el tiempo velocidad
alguna, a pesar de que ésta había aumentado enormemente. Nuestra radio no
funcionaba, pero recibimos un último mensaje de los objetos voladores que
nos acompañaban.
–A partir de ahora puede usted volver a
utilizar todos sus equipos, Almirante, sus instrumentos vuelven a ser
funcionales. Nosotros le dejaremos ahora. Hasta la vista.
Seguimos con nuestros ojos a los objetos
voladores hasta que se perdieron en el cielo azul pálido. De inmediato tuvimos
a nuestro avión de nuevo bajo control. No hablamos entre nosotros, cada cual
estaba demasiado ocupado con sus pensamientos.
Última anotación en el libro de abordo:
-Nos encontramos de nuevo sobre vastas
regiones cubiertas de nieve y hielo.
-Estamos todavía aproximadamente a 27
minutos de vuelo de la base. Podemos enviar mensajes por radio, y nos
responden. Radiamos que todo es normal. La base está contenta de que vuelva a
haber comunicación.
-Tenemos un aterrizaje suave.
-Yo tengo un encargo.
Fin de las anotaciones en el libro de
abordo.
El 4 de Marzo de 1947 acudo a una
reunión en el Pentágono. Informo detalladamente sobre mis descubrimientos y
sobre el mensaje del Maestro. Todo es grabado y escrito. El presidente también
fue informado. Fui retenido aquí durante varias horas (exactamente fueron seis
horas y treinta y nueve minutos). Fui interrogado minuciosamente por un equipo
de seguridad y por un equipo médico. ¡Un infierno!
Fui puesto bajo la estricta supervisión
de la Previsión Nacional de Seguridad de los Estados Unidos de América. He
recibido la orden de guardar silencio sobre todo lo que he vivido por el
bien de la Humanidad. ¡Increíble!
Se me recordó que soy un oficial y que
por tanto debo obedecer órdenes.
30 de Diciembre de 1956: Última
anotación: Los años posteriores a 1947 no fueron muy agradables para mí… Hago
ahora la última anotación en este diario especial.
Quisiera mencionar que me he callado los
descubrimientos que hice, tal y como se me ordenó. ¡Pero eso no es lo que tengo
en mente! Noto que pronto llegará mi hora. Pero no morirá este secreto conmigo,
sino que será difundido – como toda verdad. Y así será.
Sólo así puede existir la única
esperanza para la Humanidad. Yo he visto la verdad. Ella me ha hecho despertar
y me ha liberado.
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