viernes, 17 de diciembre de 2010

Un mundo enfermo...y amenazado


Leonor Fernández Riva


Gracias al canal de televisión History Chanel, pude observar el fin de semana pasado,  cómodamente sentada frente al televisor,  un maratónico documental de dos días de duración acerca del auge  y caída del imperio romano. Un impresionante viaje  a lo largo de los quinientos años de duración de este poderoso imperio. Cómo no abismarse ante la maestría de la ingeniería romana, sus espectaculares  edificaciones, arcos,  acueductos, puentes, termas, carreteras; de sus leyes y organizaciones políticas.  Pero simultáneamente con esos grandes logros del espíritu  humano  el deseo de todos sus gobernantes  de subyugar a otros pueblos. Una historia plagada  de conflictos, de traiciones,  de  cruentos combates e invasiones, de triunfos y derrotas,  de mandatarios enceguecidos por el poder y la grandeza. Una civilización sorprendente  que llegó a su fin  en el año 476 dC  derrotada por los pueblos que menospreció y que llamó bárbaros. 
Pero la romana  ha sido solo una más de las civilizaciones del mundo que ha generado sangre y sufrimiento. Son  infinitas las guerras que han desolado y cubierto de sangre el planeta desde el inicio mismo de su existencia. Como una maldición ancestral, el  virus nefasto de la guerra, el anhelo de dominar y oprimir a otros hombres, a otros pueblos, subyace en el alma misma del  hombre.
En los últimos cinco mil  años de historia la humanidad solo estuvo novecientos años en paz, y durante estos años de paz los hombres se  prepararon y capacitaron  para el conflicto siguiente. Más de ocho mil  tratados de paz se han firmado en el transcurso de los últimos treinta y cinco  siglos.
Desde el año 1.000 hasta el 2.000 d.C se calcula que las guerras han causado unos ciento cuarenta y ocho  millones de víctimas, casi las dos terceras  partes durante las contiendas habidas en el siglo XX. Se estima que hasta la primera mitad de este siglo nueve de cada diez víctimas eran soldados; en la segunda mitad esta proporción varió,  hasta que, a finales del siglo XX, nueve de cada diez víctimas en los conflictos armados son civiles. 

Guerra, guerra, guerra, esa es la memoria del mundo. Así se han llenado las páginas de los libros de historia. Así se han formado los pueblos. Luego de la caída del muro de Berlín, del colapso de la Unión Soviética  y la terminación   de la guerra fría  muchos creímos ilusamente  que el mundo se encaminaría a una era de paz.  ¡Qué gran equivocación! Surgieron con más fuerza los nacionalismos, los  fundamentalismos religiosos, el terrorismo.

 Hoy,  una sombra oscura se cierne sobre la humanidad. El fantasma de una guerra total y devastadora recorre el mundo: enfrentamientos peligrosos entre  China y Taiwán, una Corea cada vez más amenazante, impredecibles  instalaciones  nucleares en Irán, guerras interminables  y fraticidas en Irak  y  en Afganistán, luchas intestinas  en África, conflicto sin salida entre Israel y los países árabes,  armamento nuclear cada vez en poder de más países. La paz en el mundo pende de un hilo.

Esa es la historia del mundo, pero la de nuestro país  está  también signada por  la violencia. Violentos fueron los pueblos prehispánicos conquistados, violenta la conquista, violentas  las batallas por la  independencia y violentos los conflictos que se sucedieron en la etapa republicana.  Asombrosamente,  no  hemos podido  disfrutar en Colombia desde su formación una  sola década de completa paz.  Cuando el  odio y el fanatismo generado por los partidos políticos quedaron atrás, surgieron  la guerrilla, los paramilitares, el narcotráfico, la delincuencia, el narcoterrorismo.  La vida perdió valor,  campeó la  corrupción, se perdieron los valores;  la moralidad,  la decencia y  el buen nombre  pasaron a ser para muchos,  motivos de mofa. Y para colmo, en la actualidad nuestros vecinos juegan también  con el lenguaje protervo de la guerra.

Y me pregunto, ¿Cómo puede el ser humano jugar así con la guerra?  ¿Cómo pueden algunos hombres dedicar su vida a exterminar a sus compatriotas, a causar dolor y sufrimiento? ¿Cómo podemos todos los hombres del mundo ver impasibles ese camino sin retorno que está siguiendo la humanidad  al armarse a costos altísimos con tecnología nuclear e ignorar criminalmente  el desastre global que produciría un conflicto con semejante armamento? Ningún pueblo del mundo puede ser ajeno a esta realidad. La guerra es una globalización siniestra que nos concierne a todos.  Los pueblos del mundo viajamos juntos en el mismo avión. Los que lo comandan en la cabina solo ven al frente, solo  se preocupan por alcanzar su rumbo y evitar las  amenazas visibles, pero desoyen lo que pasa en la cola y en la mitad de la nave y esta nave se está recalentando, se ha despresurizado y  de continuar imprudentemente  el mismo rumbo, seguramente acabaremos estrellándonos todos.

Pero no solamente la posibilidad cierta de una guerra apocalíptica se abate sobre el mundo. En solo un siglo de era tecnológica el planeta agotó sus recursos, contaminó el aire, el agua y la tierra, terminó con sus bosques, con sus  fuentes de agua, disminuyó peligrosamente la capa de ozono, generó las condiciones para el cambio climático. Una serie de accidentes geográficos nos dice que la Tierra está enferma:  terremotos devastadores, incendios incontenibles alrededor del  mundo, cambio climático, corriente del Niño, de la Niña, desierto que avanza,  polos que se deshielan. Se necesita de la inteligencia, del esfuerzo y de los capitales  de todos  quienes hoy se ocupan en producir armamentos exterminadores para encontrar soluciones a los graves problemas de hambre y miseria del mundo  y a los  quizá irremediables problemas ecológicos que nuestra civilización ha generado.

 No deja de ser irónico que en este momento tan propicio de la humanidad, cuando la ciencia ha logrado tanto bienestar para el género humano, cuando disfrutamos avances tan grandes en la cultura, en la medicina,  en las comunicaciones  y cuando nuevos y fantásticos logros en la tecnología y la ciencia nos prometen nuevas y sorprendentes conquistas y  la posibilidad cierta  de una vida mucho más grata, estemos al borde del precipicio, a las puertas  de perderlo todo.

Creo que hasta para personas optimistas como la que esto escribe, escuchar y ver hoy en día  los noticieros  de radio y televisión es comprobar que el mundo está enfermo y  que   su pronóstico es reservado. No hace falta leer las sombrías profecías de Nostradamus ni analizar la probabilidad de acierto del fatídico calendario Maya. Cualquiera de nosotros puede darse cuenta  de que nos estamos encaminando  a un destino sin retorno.

Siempre me he sentido privilegiada por haber nacido en esta era  del  mundo. Viví gran parte de la mitad del siglo XX y ahora estoy recorriendo sorprendida  este impredecible siglo XXI. He podido observar y disfrutar  el avance prodigioso de la ciencia,  sobre todo en la medicina y en las comunicaciones. Cada día me asombro y doy gracias de todas las ventajas y  adelantos de que puedo disponer para hacer más grata mi vida.  

Pero creo también  que precisamente ese progreso y ese bienestar a que todos nos hemos acostumbrado nos hacen menos capaces para enfrentar las temibles consecuencias que tendrá que vivir el mundo en una época incierta. Como bien dijo Albert Einstein; No sé como será la tercera guerra mundial, pero sé que la cuarta será con piedras y lanzas.

El mundo está gravemente enfermo y no vislumbro  remedio a la vista. Creo que lo prudente es procurar templar nuestro espíritu, nuestra capacidad de  estoicismo y de resiliencia porque todo hace suponer que en el transcurso de este siglo nos tocará vivir a quienes estemos para ese entonces habitando este planeta circunstancias impredecibles y  apocalípticas.


  
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domingo, 12 de diciembre de 2010

De brazos, calaveras y fundaciones





En días pasados, la Facultad de Arquitectura, Arte y Diseño, Programa de Arte y estética  de la Universidad San Buenventura de Santiago de Cali y la Fundación  Ekolectivo Arte Público presentó la interesante propuesta estética “¡Le cortamos el brazo a Sebastián de Benálcazar!”. Una propuesta de amputación virtual al fundador de la ciudad con el fin de  “propiciar un choque emocional y plantear una transformación del espacio donde se encuentra la estatua de Sebastián de Benálcazar a fin de posibilitar otras formas de construcción social”.

 La propuesta en cuestión suscitó diferentes opiniones a favor y en contra tanto de la Academia de Historia del Valle del Cauca como de otras personalidades. Como mi buen amigo el historiador fráncés  Ives Monino trajo  mi nombre a este debate al recordar otro muy esclarecedor y agradable que sostuvimos hace un tiempo acerca de un tema relacionado me sentí motivada a  participar en tan interesante polémica con las reflexiones que expongo en la siguiente columna.

De brazos, calaveras y fundaciones
Leonor Fernández Riva

Si con la amputación -virtual o física- del brazo de Sebastián de Belalcázar o con las ochocientas calaveras y otra serie de actos simbólicos organizados por los entusiastas alumnos de la Universidad San Buenaventura y la Fundación Ekolectivo  pudiésemos reivindicar el sufrimiento de las diferentes etnias indígenas a las que les tocó en suerte recibir el embate de los conquistadores españoles, en buena hora. Comparto, no obstante, el pensamiento siempre lúcido de Carlos Vidales en el sentido de que mutilar o derribar una estatua es casi lo mismo que destruir un libro. Algo así como volver a los tiempos en los que el Index librorum prohibitorum et expurgatorum (creado en 1559 por la Sagrada Congregación de la Inquisición y gracias a Dios descontinuado desde 1966) marcaba el límite de nuestras lecturas y hasta de nuestros pensamientos.

Creo, no obstante, que la historia ya en parte hizo justicia porque tal como afirma Ives y lo ratifica Carlos en contundente frase, con los conquistadores ocurrió algo similar a lo que pasó con la monarquía durante la revolución francesa: “…los conquistadores fueron la principal causa violenta de muerte de los conquistadores”.

Es irónico que a pesar de la rigidez de las ideas religiosas de aquella época, la conquista de América se haya realizado prácticamente sin Dios ni ley. Y es que aquellos eran tiempos violentos y los hombres que vinieron al Nuevo Mundo -con honrosas excepciones- no fueron precisamente humanistas.

Pero lo curioso es que América tampoco era por aquellos días una isla de paz. Los indígenas de América eran a su vez víctimas de la crueldad, la violencia y las ansias de conquista de otros imperios precolombinos. El cacique Petecuy, por ejemplo, no fue de ninguna manera una pera en dulce. Los testimonios que han quedado de su crueldad y ferocidad dan buena cuenta de ello. Y tampoco se distinguieron por su mansedumbre otros gobernantes precolombinos. Huayna Capac -sin duda uno de los más grandes gobernantes del Imperio Inca- se caracterizó también por las sangrientas luchas con sus vecinos y por sus crueles actos de venganza. La lucha fratricida en que se enzarzaron a su muerte sus hijos Huáscar y Atahualpa dejó sembradas imborrables semillas de rencor y venganza en el ánimo de los vencidos. Durante el reinado de Huáscar y más tarde en el de Atahualpa, se inició la decadencia del imperio inca. El relajamiento de la nobleza en una sociedad donde los pobres trabajaban como esclavos ya no solo para el Inca y el Sol sino también para las familias de los nobles, era síntoma de que ya algo andaba mal en un imperio que había crecido desmesuradamente rápido. Un ambiente de descontento, de ansia de venganza y de revancha recorría América a la llegada de los españoles.

No es, pues, del todo descabellado suponer que quizá los pueblos de América no hubieran necesitado el concurso de España para extinguirse. Ellos mismos habían dado ya los pasos necesarios para su propia desaparición. Sucedió con los Mayas en México y con las culturas Chavín, Mochica, Nazca, Tiahuanaco y muchas otras, en el Perú.

Por otra parte, la conquista de América por un puñado de españoles no podría haberse dado si no hubieran existido acá por esos días gobiernos indígenas en franca decadencia y un descontento muy grande entre los pueblos gobernados, circunstancia esta última que propiciaría la aparición de informantes y traidores entre los mismos conquistados.

Un testimonio de la época lo expresa así: "… si la tierra no huviera estado dividida, si Guaynacaba no huviera muerto, no la pudiéramos entrar ni ganar". Pero para desgracia de los conquistados esta tierra estaba dividida y ya no existía un gobernante de la talla de Huayna Capac. La desunión de los aborígenes americanos favoreció su exterminio.

Y sin embargo, a pesar del sufrimiento, el avasallamiento y la sangre derramada en América, a la Conquista siguió la Colonia y a la par de ella tuvo lugar ese fecundo periodo de mestizaje que, a manera de mágica alquimia, cinceló en los descendientes de aquella gesta un cúmulo de características propias tanto de los conquistadores como de los antepasados indígenas. Es del todo inútil querer ahora renegar de cualquiera de nuestras dos razas e intentar sacar de nuestros células lo que hemos heredado a través de una historia compartida porque al hacerlo corremos el riesgo de perder el propio corazón.

Sé, desde luego, que un historiador tiene que tener sus ojos puestos en el pasado. Respeto y admiro ese profundo y dedicado estudio que nos permite conocer a cabalidad nuestra historia y saber sin eufemismos de dónde venimos. Pero en lo personal no suelo ver el pasado -por doloroso o injusto que haya sido- con sentimientos de rencor o de retaliación. No creo que sea sano utilizar un pasado afrentoso para justificar un presente inútil y frustrante. No se trata de ignorar nuestra historia - desde luego que no- pero pienso que solo mirando hacia adelante podremos dejar atrás un ignominioso pasado e imprimir una huella positiva en la arena del tiempo.

Pero volviendo al tema de la estatua, del brazo y las calaveras (¿calaveradas?) de Sebastián de Benalcázar, pienso que quizá podría llegarse a un justo medio y conciliar a la Academia de Historia del Valle del Cauca con los estudiantes de la Facultad de Arquitectura de la Universidad San Buenaventura que han presentado tan original propuesta de reflexión histórica al permitir al Fundador de Ciudades conservar su brazo extendido pero con la salvedad de señalar quizá a una placa en la que constaría la historia de la Fundación de Santiago de Cali. Un relato verdadero y fidedigno con todos los crímenes, atropellos, abusos … y prolíficas consecuencias de lo que en esta villa in illo tempore acaeció.

Y claro, considerar también la posibilidad de levantar en un futuro cercano una estatua al inefable cacique Petecuy en alguno de los bien cuidados parques de nuestra pintoresca capital.
Y, ¿por qué no?, pensar también en la posibilidad de incursionar con similares propuestas virtuales en otras estatuas como, por ejemplo, en unita que han levantado en nuestra fraterna Venezuela a un eximio prócer de las FARC. 

Son realmente admirables las posibilidades que esta singular propuesta depara a nuestra imaginación y espíritu cívico.
 ¿No lo creen así, amables lectores?
                              




                                               
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