miércoles, 29 de septiembre de 2010

Cabe una oración

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Cristal

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Cabe una oración
Leonor Fernández Riva



No podía moverse, le faltaba el aire. Sentía que de sus poros manaba un sudor abundante que humedecía sus prendas íntimas y se escurría por la espalda. Su corazón palpitó en súbito tropel golpeando inmisericorde la bóveda del pecho. Un molesto zumbido empezó a rondarle por los oídos. La garganta se endureció ganada por la asfixia. Su mirada vagó por el contorno, sin alcanzar a percibir nada. Solo el rumor de los motores aéreos y el estruendo y fulgor de las repetidas explosiones llegaban claros y letales por entre el telón compacto de su zumbido. Una mortal agonía avanzaba con lentos pasos de araña por su caparazón quebrada. La tos se agolpaba en la estrecha caverna bucal buscando su libertad con lastimosos desgarrones. De pronto, todo perdía sentido, todo quedaba irreparablemente lejos. Estaba súbitamente solo sobre la tierra. La conquista por el poder quedaba aplazada para siempre. Sobre el avance rítmico de la muerte, se agolpaban recuerdos espectrales que veía sobresalir a través de una cortina de niebla. La memoria se le extraviaba en un espacio de perfiles ilógicos. Fantasmas adelgazados y nebulosos se agolparon en su memoria en una alucinante zarabanda. Regresaban en una marea arrolladora los desperdigados episodios de su carrera delictiva en desenvolvimiento fatal, sin coherencia ni lógica. Casi reconocía por sus nombres los rostros demacrados de sus víctimas implorando clemencia. Una languidez ascendente lo envolvió en un sudario de hielo. Desesperado, en un impulso final, buscó anhelante un poco de aire pero sus pulmones ansiosos estallaron ante el vacío.
A la edad de 57 años Rodrigo Briceño Suárez inició su impredecible encuentro con la eternidad.




En la madrugada del miércoles 22 de septiembre la antes virgen y silenciosa selva de la Macarena, hollada hoy por el narcotráfico y el crimen, se estremeció ante la granizada de decenas de bombas lanzadas desde el aire con milimétrica precisión por el Ejército Nacional de Colombia. Una operación militar conjunta entre todos las ramas de la fuerza pública permitió al Ejército infiltrarse en el aparentemente blindado anillo protector de Rodrigo Briceño, alias el Mono Jojoy, y luego, con maestría sorprendente, ubicar y dirigir sin equivocación posible el recorrido exitoso de las cargas explosivas. Fue este el fin predecible y deseado por la gran mayoría del país de un hombre que escogió para su vida la vía del terror y de la tortura a sus semejantes, que tercamente se empeñó en continuar con sus actividades sanguinarias y crueles con la ilusa esperanza de alcanzar algún día el poder.


Como sucede casi siempre en este tipo de gestas, la operación Sodoma llevada a cabo por el Ejército Nacional en la Macarena empezó ya a teñirse de leyenda. Se rumora, entre otras cosas, que la localización exacta del guerrillero se logró gracias a un detector satelital hábilmente instalado en sus botas pantaneras lo que requería aguardar a que llegara la madrugada y que éste se las calzara para poder ubicarlo con precisión. Ficción o realidad, lo cierto es que Jojoy murió con sus botas puestas y no en paños menores como aconteció, en cambio, hace tres años con Rául Reyes, su compañero de crímenes. Se cree que el alias de Mono Jojoy le fue puesto a Rodrigo Briceño Suárez por sus propios subalternos debido a su “facilidad para escabullirse de sus perseguidores” tal como lo hace el gusano selvático “mojojoy”. En esta ocasión –como todos sabemos- no pudo hacerlo.

Es penoso -quién lo duda- que un gobierno tenga que recurrir al lenguaje de las armas y de las bombas contra sus propios ciudadanos. Que no encuentre otra salida que liquidarlos. Pero es que, como ha sucedido con otros colombianos fuera de la ley, el Mono Jojoy no dejó otra alternativa. A través de los años se mofó e hizo tabla rasa de los ofrecimientos de diálogo; de los llamados insistentes a negociar, a dejar de secuestrar o de atentar contra el patrimonio del país, o a seguir sembrando el terror por todo el territorio nacional. Hasta el final de su vida continuó cometiendo y planificando crímenes atroces. Ilusamente llegó a creer que podía llegar al poder por medio de las armas. Es aterrador siquiera pensar que este objetivo hubiera tenido la más mínima posibilidad de materializarse y que hombres de semejante calaña hubieran podido llegar algún día a dirigir nuestro país.

Según aducen algunos: “…ese mismo Estado que los mata, sigue y seguirá produciendo nuevos criminales con nuevos nombres y con nuevos odios”. Reconozco que esto en parte puede ser verdad. Desde ese primer crimen fratricida cometido por Caín al principio del Génesis, muchos otros caínes han venido a sucederlo para cubrir de sangre y de llanto el planeta. Así ha sido siempre y así continuará siéndolo. Esa es la naturaleza humana. Albergo, no obstante, el firme convencimiento de que así como China pudo acabar con los poderosos y crueles señores de la guerra y así como los Estados Unidos pudieron terminar con las bandas de criminales que asolaban el Oeste en el siglo XIX, así Colombia puede tener también la esperanza de terminar un día con el flagelo de estas hordas de delincuentes y enseñar a las nuevas generaciones las ventajas incomparables de la paz y del progreso.

No puedo ser hipócrita; no me causó pena la muerte del Mono Jojoy. Como tampoco creo que se la haya causado a quienes como yo han sido testigos impotentes de su sangriento trajinar, de su crueldad. La crueldad nunca es necesaria y quien la ostenta da muestras de un espíritu bestial, mezquino e inhumano.

Pero si bien no me causó pesar su muerte debo reconocer que tampoco sentí alegría al ver las impresionantes imágenes de su cuerpo sin vida. Por una rara coincidencia el día que se difundió la noticia de su muerte asistí a una misa de difuntos. El pequeño templo estaba ese día impregnado de incienso. Un aire de preocupada gravedad se reflejaba en todos los rostros. Hasta las bancas parecían alinearse en rígidas actitudes. En las estrechas naves resonaban hondas y graves las voces sacerdotales como forradas de tela funeral. Un aire melancólico susurraba un responso elegiaco que recorría los muros. Los presentes, enfrentados circunstancialmente a la levedad de la existencia, coreábamos contritos el Requiescat in pace que el sacerdote iniciaba. El tiempo pareció detenerse atado a la brújula de la capilla. Diáfana, la voz de la soprano se elevó para despedir al difunto en un estremecedor “Adagio” final.

Mi pensamiento, voló entonces hacia el otro, hacia el que murió ese amanecer en la selva, rodeado de soledad y, ¿quién sabe? quizá también de arrepentimiento. Deseché de mi mente todo sentimiento de complacencia y de revancha y llena de fe elevé una oración por el alma de Rodrigo Briceño Suárez mientras reflexionaba en la eterna sabiduría del Eclesiastés: “¿Qué provecho saca el hombre de todas sus fatigas y trabajos en este mundo? Vanidad de vanidades, todo es vanidad”.



Cali, septiembre de 2010

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