domingo, 24 de enero de 2010

Un mundo enfermo





Gracias al canal de televisión History Chanel, pude observar  cómodamente sentada frente al televisor, un maratónico documental de dos días de duración acerca del auge y caída del imperio romano. Un impresionante viaje a lo largo de los quinientos años de duración de este poderoso imperio. Cómo no abismarse ante sus leyes y organizaciones políticas, ante la maestría de la ingeniería romana, sus espectaculares edificaciones, arcos, acueductos, puentes, termas, carreteras. Pero simultáneamente con esos grandes logros del espíritu humano el deseo de todos sus gobernantes de subyugar a otros pueblos. Una historia plagada de conflictos, de traiciones, de cruentos combates e invasiones, de triunfos y derrotas, de mandatarios enceguecidos por el poder y la grandeza. Una civilización sorprendente que llegó a su fin en el año 476 dC derrotada por los pueblos que menospreció y que llamó bárbaros.

Pero la romana ha sido solo una más de las civilizaciones del mundo que ha generado sangre y sufrimiento. Son infinitas las guerras que han desolado y cubierto de sangre el planeta desde el inicio mismo de su existencia. Como una maldición ancestral, el virus nefasto de la guerra, el anhelo de dominar y oprimir a otros hombres, a otros pueblos, subyace en el alma misma del hombre.

Según el investigador argentino Mariano Acciardi la humanidad solo ha tenido novecientos años de paz en los últimos cinco mil años de historia y esos años de paz los hombres los emplearon en prepararse y capacitarse para el conflicto siguiente. Más de ocho mil tratados de paz se han firmado en el transcurso de los últimos treinta y cinco siglos.

Desde el año 1.000 hasta el 2.000 d.C se calcula que las guerras han causado unos ciento cuarenta y ocho millones de víctimas, casi las dos terceras partes durante las contiendas habidas en el siglo XX. Se estima que hasta la primera mitad de este siglo nueve de cada diez víctimas eran soldados; en la segunda mitad esta proporción varió, hasta que, a finales del siglo XX, nueve de cada diez víctimas en los conflictos armados son civiles.

Guerra, guerra, guerra, esa es la memoria del mundo. Así se han llenado las páginas de los libros de historia. Así se han formado los pueblos. Luego de la caída del muro de Berlín, del colapso de la Unión Soviética y la terminación de la guerra fría muchos creímos ilusamente que el mundo se encaminaría a una era de paz. ¡Qué gran equivocación! Surgieron con más fuerza los nacionalismos, los fundamentalismos religiosos, el terrorismo.

Hoy, una sombra oscura se cierne sobre la humanidad. El fantasma de una guerra total y devastadora recorre el mundo: enfrentamientos peligrosos entre China y Taiwán, una Corea cada vez más amenazante, impredecibles instalaciones nucleares en Irán, guerras interminables y fraticidas en Irak y en Afganistán, luchas intestinas en África, conflicto sin salida entre Israel y los países árabes, armamento nuclear cada vez en poder de más países. La paz en el mundo pende de un hilo.

Esa es la historia del mundo, pero la de nuestro país está también signada por la violencia. Violentos fueron los pueblos prehispánicos conquistados, violenta la conquista, violentas las batallas por la independencia y violentos los conflictos que se sucedieron en la etapa republicana. Asombrosamente, no hemos podido disfrutar en Colombia desde su formación una sola década de completa paz.

Cuando el odio y el fanatismo generado por los partidos políticos quedaron atrás, surgieron la guerrilla, los paramilitares, el narcotráfico, la delincuencia, el narcoterrorismo. La vida perdió valor, campeó la corrupción, se perdieron los valores; la moralidad, la decencia y el buen nombre pasaron a ser para muchos, motivos de mofa. Y para colmo, en la actualidad nuestros vecinos juegan también con el lenguaje protervo de la guerra.

Y me pregunto, ¿Cómo puede el ser humano jugar así con la guerra? ¿Cómo pueden algunos hombres dedicar su vida a exterminar a sus compatriotas, a causar dolor y sufrimiento? ¿Cómo podemos todos los hombres del mundo ver impasibles ese camino sin retorno que está siguiendo la humanidad al armarse a costos altísimos con tecnología nuclear e ignorar criminalmente el desastre global que produciría un conflicto con semejante armamento? Ningún pueblo del mundo puede ser ajeno a esta realidad. La guerra es una globalización siniestra que nos concierne a todos. Los pueblos del mundo viajamos juntos en el mismo avión. Los que lo comandan en la cabina solo ven al frente, solo se preocupan por alcanzar su rumbo y evitar las amenazas visibles, pero desoyen lo que pasa en la cola y en la mitad de la nave y esta nave se está recalentando, se ha despresurizado y de continuar inconscientemente el mismo rumbo, seguramente acabaremos estrellándonos todos.

Pero no solamente la posibilidad cierta de una guerra apocalíptica se abate sobre el mundo. En solo un siglo de era tecnológica el planeta agotó sus recursos, contaminó el aire, el agua y la tierra, terminó con sus bosques, con sus fuentes de agua, disminuyó peligrosamente la capa de ozono, generó las condiciones para el cambio climático. Una serie de accidentes geográficos nos dice que la Tierra está enferma: terremotos devastadores, incendios incontenibles alrededor del mundo, cambio climático, corriente del Niño, de la Niña, desierto que avanza, polos que se deshielan. Se necesita de la inteligencia, del esfuerzo y de los capitales de todos quienes hoy se ocupan en producir armamentos exterminadores para encontrar soluciones a los graves problemas de hambre y miseria del mundo y a los quizá irremediables problemas ecológicos que nuestra civilización ha generado. Pero esa voluntad no se ve por ninguna parte.

No deja de ser irónico que en este momento tan propicio de la humanidad, cuando la ciencia ha logrado tanto bienestar para el género humano, cuando disfrutamos avances tan grandes en la cultura, en la medicina, en las comunicaciones y cuando nuevos y fantásticos logros en la tecnología y la ciencia nos prometen nuevas y sorprendentes conquistas y la posibilidad cierta de una vida mucho más grata, estemos al borde del precipicio, a las puertas de perderlo todo.

Creo que hasta para personas optimistas como la que esto escribe, escuchar y ver hoy en día los noticieros de radio y televisión es comprobar que el mundo está enfermo y que su pronóstico es reservado. No hace falta leer las sombrías profecías de Nostradamus ni analizar la probabilidad de acierto del fatídico calendario Maya. Cualquiera de nosotros puede darse cuenta de que nos estamos encaminando a un destino sin retorno.

Siempre me he sentido privilegiada por haber nacido en esta era del mundo. Viví gran parte de la mitad del siglo XX y ahora estoy recorriendo sorprendida este impredecible siglo XXI. He podido observar y disfrutar el avance prodigioso de la ciencia, sobre todo en la medicina y en las comunicaciones. Cada día me maravillo y doy gracias a la ciencia y a la tecnología de todas las ventajas y adelantos de que puedo disponer para hacer más grata mi vida.

Pero creo también que precisamente ese progreso y ese bienestar a que todos nos hemos acostumbrado nos hacen menos capaces para enfrentar las temibles consecuencias que tendrá que vivir el mundo en una época incierta. Como bien dijo Albert Einstein: “No sé como será la tercera guerra mundial, pero sé que la cuarta será con piedras y lanzas”. Y tal parece que hacia ese ominoso futuro nos dirigimos inexorablemente.

El mundo está gravemente enfermo y no vislumbro remedio a la vista. Creo que lo prudente es procurar templar nuestro espíritu, nuestra capacidad de estoicismo y de resiliencia porque todo hace suponer que en el decurso de este siglo nos tocará vivir a quienes estemos para ese entonces habitando este planeta circunstancias impredecibles y apocalípticas.




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