lunes, 28 de junio de 2010

El fútbol, un amor agridulce pero inagotable

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Cristal

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Para escuchar la pegajosa canción del Mundial 2010 solo tienes que clicklear este link y luego "atrás" para volver.Shakira canta Waka Waka en la Inauguracion del Mundial Sudafrica 2010


¿En qué se parece el fútbol a Dios? En la devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que le tienen muchos intelectuales.

Leonor Fernández Riva

Como muchas cosas en mi vida, mi encuentro con el fútbol fue también tardío. Los deportes en nuestra casa paterna consistían a duras penas en nadar en los charcos del Cabuyal, saltar garrocha, subirnos a los árboles de níspero y de mango, andar en zancos, jugar a la lleva, elevar cometa, saltar soga, jugar yoyo, balero y rayuela. Y ya, más creciditos, pasar interminables jornadas dedicados al juego ciencia. 



El deporte de mi padre, por su parte, consistió siempre en trabajar, trabajar y trabajar. Esa fue la única manera de lograr mantener a sus once hijos (sé que en este punto habrá algunos lectores suspicaces). Lo cierto es que mi padre no podía darse el lujo de practicar -ni aficionarse- a un deporte que requiriera horas de observación o de entrenamiento. Solía eso sí, dar largas caminatas con mi madre y trasladarse siempre a pie a su apartado taller. Decía que el único deporte que él realizaba era ir caminando al entierro de sus amigos deportistas. La sabiduría de esta decisión se confirmaría en su vida pues mi padre sobrevivió largamente a todos sus conocidos y falleció de muerte natural a los noventa años de edad.

Pero, volviendo al fútbol, debo decir que mis hermanos varones tampoco fueron especialmente inclinados a los deportes de cancha. Casi puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que el único deporte en el que demostraron ser singularmente diestros fue en el de escalar faldas.

No tuve, pues, en mi infancia ni en mi adolescencia esa motivación o ejemplo que existe en otros hogares para iniciar a sus miembros juveniles en la afición futbolística. Fue solo mucho más tarde, ya casada, cuando empecé a sentir las mieles y amarguras de esa febril afición. Sucede que mi esposo, profesor universitario, hizo parte en cierta ocasión de un equipo de docentes universitarios llamado “Los Inmaculados”, equipo que se enfrentó con bombos y platillos a otro de similares características. Esta circunstancia, en apariencia feliz, me dio la oportunidad de experimentar por primera vez en un partido de fútbol la inmensa frustración de sentir que ni el equipo al que le hacía ardorosa barra ni mi jugador favorito respondían con buenos resultados a mis expectativas triunfalistas.

Pero de nada valió el desengaño de este doloroso inicio. Ya estaba picada por el bichito del fútbol. No obstante, una inquietud me asaltaba: “¿Por qué será tan difícil marcar un gol?”, me preguntaba. A mí realmente no me lo parecía. Las explicaciones que me daban no me dejaban satisfecha.

Así las cosas y dado el terco carácter taureano que me impulsa a investigar exhaustivamente aquello que me parece incomprensible o inexplicable me puse en la para mi, elemental tarea, de entender el fútbol y sus a veces, incomprensibles resultados. Me propuse pues aprender a dribblear, gambetear… y golear, algo que, al menos en teoría, no revestía ninguna dificultad (como es fácil suponer, mis piernas y mis rodillas colaboraban mucho más por aquellos lejanos días en tan encomiable propósito). Y dicho y hecho, empecé a ensayar todas esas jugadas en los partidos que semanalmente practicábamos con mis hijas, mi esposo y grupos de amigos en gratísimos momentos de esparcimiento dominical.

Lo que sucedió entonces fue para mí una revelación. Me di cuenta de que no era nada fácil llevar el balón por el campo, dribblear, mantenerlo entre las piernas o gambetear para intentar hurtarlo y por supuesto, nada, pero nada fácil, llegar a la portería y convertir un gol. Luego de algunos partidos y del inevitable periplo por caídas, abolladuras, raspones, morados y desastrosos resultados que incluían los más ridículos pases y pérdidas del balón, lo que producía como consecuencia adicional a la protesta y rechifla de mis propios compañeros el estigma vergonzoso de que ningún equipo quisiera tenerme entre sus miembros, decidí que lo mío, definitivamente, era el ajedrez.

Supe, pues, que debía contentarme con ver los toros, o más bien dicho, a los futbolistas y a los partidos, a prudente distancia. Paradójicamente, esta nueva frustración tampoco disminuyó mi afición por el fútbol. Todo lo contrario. Mi respeto por quienes se dedicaban a esta actividad deportiva iba en aumento. Y algunas circunstancias adicionales vinieron a reafirmarme en este sentimiento.

En alguna ocasión debí acompañar a una de mis pequeñas hijas a una presentación en el estadio de su colegio. Una cancha con medidas bastante inferiores a los ciento veinte metros de largo y noventa metros de ancho de las canchas de fútbol reglamentarias. Como parte del acto, los padres de familia debíamos circular alrededor de la cancha. Les confieso que al término del periplo terminé ¡agotada! Caí entonces en cuenta del esfuerzo tan grande que debía realizar un futbolista para mantenerse corriendo, dribbleando y gambeteando alrededor de semejante cancha durante ¡noventa minutos!


Y por si esa no fuera todavía suficiente razón para admirar el fútbol y a sus jugadores, empecé a conocer a algunos delanteros, centrocampistas, guardametas y hasta directores técnicos árbitros, que verdaderamente quitaban el aliento. Pero seguían las frustraciones. Nuestros equipos no calificaban. Después de nuestro inolvidable empate ante la selección rusa en el Mundial de 1962, de una decorosa participación en el Mundial de 1990, de la trágica actuación en 1994 en la que solo nos distinguimos por el autogol de Andrés Escobar y su posterior asesinato, y de una muy fugaz participación en el Mundial de 1998 al que llegamos con amplio pero equivocado favoritismo, la presencia de Colombia en los Mundiales fue siempre efímera, irregular y ¡pobrísima! Todo un calvario para la fanaticada.


Y no me parecía justo. Era comprensible que las potencias mundiales nos sobrepasaran con mucho en tecnología, en conocimiento, en adelanto científico en general, pero en ¡fútbol! Si no podíamos ganarles a los países desarrollados ni siquiera con las piernas, los del Tercer Mundo estábamos realmente ¡fregados!



Tal parece, sin embargo, que algunas cosas empiezan a cambiar. Al escribir esta nota, el Mundial 2010 entra ya a cuartos de final. Es este un Mundial del que Colombia ha estado nuevamente ausente pero que nos reportó una sorpresiva alegría en la imponente ceremonia inaugural al permitirnos disfrutar la presentación de dos de nuestros más reconocidos artistas musicales: Shaquira y Juanes.

Pero lo que verdaderamente me parece sobresaliente es que en este campeonato los equipos pequeños han descollado ampliamente y eliminado o complicado la clasificación de los grandes. África, que estoy segura se convertirá en el futuro en una potencia futbolística, ha sido por el momento una decepción, pero en cambio Suramérica ha desplazado ya a varios favoritos y es bastante probable que un suramericano se corone nuevamente campeón.

Ojala así sea y esta fiesta deportiva que convoca alrededor del mundo a millones de personas y que durante cuatro semanas se convierte en una catarsis colectiva que distrae nuestra atención de tantas angustias existenciales, nos regale nuevamente a quienes admiramos el fútbol -en las buenas y en las malas- el mensaje de que los pequeños también tenemos derecho a soñar y sobre todo, a que nuestros sueños se conviertan en deslumbrante realidad.