domingo, 22 de julio de 2012

LAS PÓCIMAS DE LA INMORTALIDAD 2 ...Y LOS ENOJOSOS DATOS NN






  • Colorear Escritora trabajando frente a su ordenador portátil o computador

ENSAYO SOBRE  UN ENSAYO

LAS PÓCIMAS DE LA INMORTALIDAD  y los enojosos datos NN

Leonor Fernández Riva


 Amigos lectores: este ensayo sobre un ensayo surgió a raíz de algunas precisiones que me pidieron los lectores  acerca de algunos datos que expongo en mi artículo: “Las pócimas de la inmortalidad”.  He creído del caso explicarles  que al colocar los links de referencia a los datos que expongo en el texto no pude encontrar el soporte al estudio realizado en los Estados Unidos entre doce mil varones con resultados paradójicos. Esta circunstancia me mortificó sobremanera  y  desde ese mismo instante  supe que debía realizar la respectiva glosa.

Ese dato, absolutamente real -pueden creerme-, lo cité porque recuerdo perfectamente que cuando salió publicado hace más  de veinte años, yo, que por esos días me encontraba todavía “felizmente” casada,  comenté jocosamente con mi esposo semejante ironía. La comunidad científica no había dado aún la voz de alarma acerca de muchos hábitos peligrosos para la buena salud. El colesterol convivía pacíficamente en nuestras arterias; los derrames cerebrales y hasta los infartos eran calificados muchas veces   como simples “patatús” y  muchos enfermos de cáncer de colón murieron  felices en sus casas tomando juiciosos y esperanzados  los remedios de la abuelita para aliviar el “colerín”. Eran otros tiempos.

En esa etapa de mi vida me desempeñaba simplemente como una muy responsable ama de casa, esposa y madre de familia, y en mis escasos momentos libres, como una lectora consuetudinaria. Lejos estaba todavía  de saber que algún día llegaría a mi vida ese maravilloso invento  llamado computación y que mi mundo se ensancharía de forma dramática  con el prodigio de la  Internet (  entre otras cosas me gusta pensar que esta maravilla es femenina).

 Lejos estaba también de imaginar que mi compulsiva afición por la lectura  me motivaría a convertirme  en aprendiz de escritora y que, metida en este cuento, sufriría  de una patología  para la que no he encontrado cura  y  que  un buen amigo ha denominado cariñosamente: “ensayorrea”. Con una feliz desprevención e irresponsabilidad en cuanto al rigor histórico archivaba todos aquellos datos que me parecían interesantes o curiosos.  Y así, sin más trámites,  archivé también el dichoso dato  del estudio realizado en los Estados Unidos acerca de los hábitos y la longevidad.  Quedó,  pues,  huérfano de referentes y llegó a mi ensayo como un verdadero NN. Me creo, por tanto,  en la obligación moral de confiarles a ustedes este particular y retirar, ese sabroso comentario de mi locuaz ensayo ( entre otras cosas, ya me di cuenta porque este tipo de textos literarios  recibió ese premonitorio calificativo).

Quiero aclararles también que en ningún momento fue mi idea realizar una apología de los excesos alimenticios, ni de los hábitos perniciosos o sedentarios ¡Absit! Fue más bien un divertimento un tanto ilustrado acerca de esa vana búsqueda por alargar la existencia. Resulta por demás irónico  que a veces en un intento por alargar la vida o encontrar el secreto de la inmortalidad,  tal como les aconteció a Michel Jackson hace poco menos de dos meses y unos siglos antes al emperador chino Quin Shi- Huang  (Qin Shi Huang - Wikipedia, la enciclopedia libre),  recibamos precozmente la visita de la Parca Y es que, como todos sabemos, en ocasiones  la muerte  se salta la fila sin ningún respeto; nos juega  ironías pesadas e incomprensibles y,  terca a morir, parece no caer en cuenta de sus reiteradas equivocaciones.

Para reemplazar ese dato que para mí era no solo verídico sino también sustancioso, quiero compartir con ustedes algo muy personal. Mis dos hermanos,  Javier,  que acaba de fallecer y Ernesto, gerente de Impresora Feriva eran mellizos,  no gemelos. 
Compartieron  no solo la misma fecha de nacimiento sino muchas situaciones similares:  entorno familiar común,  mismos padres y hermanos, educación, lecturas, juegos, colegios…, pero a pesar de esa particularidad  sus caracteres y sus vidas fueron sorprendentemente diferentes. Javier, desde su adolescencia supo lo que quería hacer y  siguió por  ese camino con tenacidad y  pasión. La vida de Ernesto en cambio estuvo rodeada siempre de una gran entropía, tanto en lo sentimental como en su vida profesional. Pero lo verdaderamente irónico fue que Javier que llevó una vida organizada y  tranquila -hasta cierto punto porque no solo tenía como todos el estrés de su trabajo sino también el de la economía del país-  sufrió años antes de fallecer un problema del corazón y luego el accidente cerebral que al final lo llevaría a la tumba.  Ernesto, que es por sobre todo un iconoclasta irreverente, que  siempre se precia de pasarse por la galleta  todas, o por lo menos gran parte de las reglas de la buena salud y de las recomendaciones del padre Astete, sigue ahí, como si nada, con su gran energía, su excelente salud y esa  mentalidad prodigiosa de corrector de estilo ( y ojalá, contradiciendo todos los modernos tratados de salud, siga estando así por mucho tiempo).  ¿No es una paradoja?

Cierro esta aclaración con otro ejemplo personal que ilustra otra de esas curiosidades  que he podido observar en mi propio entorno familiar con respecto a la buena salud y la longevidad. Mi padre, un hombre  hogareño, absolutamente fiel a mi madre y a sus hijos, afrontó  no obstante  en su labor como periodista factores muy peligrosos en contra de su salud. A principios y mediados del siglo XX los talleres de los diarios en donde se desenvolvió gran parte de su vida laboral estaban situados en los sótanos de las edificaciones; allí reinaba la inolvidable linotipo, alimentada constantemente por un crisol de plomo semejante a lava argentada ardiente. En esas condiciones, sin ventilación  apropiada,  en un ambiente enrarecido  por los vapores del plomo derretido, el humo de los fumadores ( el cigarrillo estaba lejos todavía de ser declarado enemigo público) y el hacinamiento de máquinas y  operarios, transcurrió gran parte de su existencia. Fundó su empresa editorial a la edad de sesenta años y trabajó en ella con entusiasmo y sin descanso hasta el final de su vida. Solía decir que si el trabajo matara a él ya lo habrían enterrado hacía mucho tiempo. Gustaba, eso sí, de caminar, pero lejos estuvo de salir diariamente a trotar o hacer ejercicio y peor aún de tomarse alguna de las modernas pociones mágicas recomendadas. Y sin embargo, gozó siempre de una salud envidiable y falleció de muerte natural a la edad de noventa años.  Cuando sus amigos y conocidos le preguntaban extrañados  qué deporte practicaba. él, sonriendo,  con esa gran calidez que siempre lo caracterizó, les respondía irónico: “Ir caminando al entierro de mis amigos deportistas”.

Espero   haber subsanado con esta glosa un tanto extensa la falta de referentes  al dato NN que aparece en el texto: Las pócimas de la inmortalidad". 

LAS PÓCIMAS DE LA INMORTALIDAD




LAS PÓCIMAS DE LA INMORTALIDAD


Se fueron el padre, la madre, el amigo, el amante, el hermano; se fueron también el enemigo y el indiferente. Murió la vecina de los cabellos claros y el viejecito que detrás de la  ventana frontal de su pieza contemplaba con aire absorto y cansado la lenta sucesión de los crepúsculos postreros. Se fue para siempre nuestra querida mascota. Murió el canario entre las zarpas  de un gato pirata de la vecindad. Pero la cotidiana existencia continuó como si nada.

El dolor vive en cada cual, como una atmósfera ineludible, en su doble condición de bruma nostálgica y premonitoria fatalidad. Sabemos que tarde o temprano correremos la misma suerte de quienes nos precedieron en la partida;  que cada día que pasa la distancia se acorta y se reduce en sus equívocas proporciones, acercándonos a quienes se nos anticiparon. Y sin embargo, muy dentro de nosotros mismos nos negamos a aceptar esa realidad. Nos gusta pensar que la muerte es algo opcional; algo que no nos sucederá. Llevamos impresa en nuestra alma el ansia de inmortalidad. Todos, de una u otra manera, estamos influenciados por esa esperanza, aunque a veces no tengamos conciencia de ello.
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Éstas, y muchas otras  reflexiones, vinieron a mí luego de leer el ensayo de una compañera de taller en el que se trasluce ese temor inherente de los seres humanos por la vejez, la enfermedad y la muerte, tres grandes sufrimientos del hombre que propiciaron el despertar espiritual de Buda.

A través de los siglos la ciencia, la alquimia y  la hechicería se han empeñado en encontrar las fórmulas milagrosas para prolongar la juventud, recuperar la salud y retardar la muerte. Los progresos logrados últimamente por la ciencia en estos aspectos de la existencia humana son tan grandes y sorprendentes que a veces me pregunto si esas tres causas de sufrimiento del ser humano seguirán vigentes  indefinidamente. En lo que toca a la muerte la ciencia no solo ha logrado retardar su llegada sino que ya hasta se está planteando si existe un límite biológico para la vida o si la mejora de las condiciones de vida llegará algún día a derrotar el envejecimiento y postergar por muchos años la tan temida hora postrera.

 Michael Rose, profesor de Biología Evolutiva de la Universidad de California e          investigador de los genes responsables de la longevidad, acaba de publicar con otros colegas un artículo polémico en el que plantea que hemos llegado a un nuevo estadio de la evolución de la especie.

La polémica surge porque, en teoría, la supervivencia máxima de una especie es algo predeterminado biológicamente y en ella nada influyen por tanto  las mejoras de las condiciones materiales de vida que pretenden retrasar la mortalidad. Lo que sabemos al respecto es que la máxima longevidad de cada especie viva está determinada por su patrimonio genético: una mosca vive tres días; un ratón, tres años; una ballena azul, ochenta años; una secuoya, cuatro mil años; una tortuga marina, doscientos  años; y una persona –si nos atenemos al testimonio de Jeanne Calment, la francesa que ostenta el récord de mayor longevidad humana demostrada-, 122 años. Empero, Rose y sus colegas postulan precisamente lo contrario: que las condiciones actuales del mundo en que vivimos  pueden estar modificando los determinantes  genéticos y propiciando una duración de la vida más allá de los límites establecidos hasta ahora por la naturaleza.

Ilusionados con tan prometedora premisa, todos, de una u otra manera, hemos ido paulatinamente ingresando en esa ilusoria carrera hacia la inmortalidad. Día por día los incautos aprendices de inmortales continuamos añadiendo nuevas y sorprendentes pócimas alquimistas a la dieta cotidiana e introduciendo un sinfín de normas y preceptos a nuestra, hasta hace tan poco, disipada y desprevenida existencia.


Como tengo una hija que distribuye medicamentos naturales, algo conozco de la variedad de vitaminas y remedios de toda clase que en forma de pastillas, inyecciones, malteadas, jaleas, elíxires, polvos, esencias y demás presentaciones se ofrecen al público para calmar, prevenir y curar todo el espectro imaginable de las dolencias y problemas de salud, y para adelgazar y conservar la juventud y belleza indefinidamente. Que estitos alimentos aumentan el colesterol bueno; que estotros, el malo; que ocho vasos de agua al día; que si la fibra; que cero gaseosas; que azúcar idem;  que el café hace daño; que la sal poquita y de lejitos; que jugo de piña con avena para la digestión; cloruro de magnesio para las articulaciones; omega 3 para arterias nítidas; glucosamine para mantener eternamente jóvenes nuestros cartílagos; vitamina E para detener las arrugas y preservar la cada vez más escurridiza líbido; gotas de esencia floral para vencer la depresión… Y al fin algo agradable: una copa de vino tinto diariamente para potenciar todo lo anterior. La lista es larga y crece día a día.

Debemos levantarnos de madrugada para caminar de prisa por caminos desolados;  forzar nuestra reacia garganta con afrecho y espantarnos ante la vista de un huevo frito; bañarnos en agua bien fría; desayunar frugalmente; desterrar definitivamente de nuestra dieta los suculentos platillos criollos y los deliciosos potajes de la abuela (ya el cuerpo no está para esas licencias); aficionarnos a los sustanciosos jugos de apio, perejil y berenjena y comer diariamente en ayunas un ajo crudo, aunque de vez en cuando nos preguntemos extrañados por qué ya no desean conversar con nosotros  nuestros  antes inseparables amigos. Todo con la esperanza piadosa de que la muerte echará una mirada a nuestras arterias limpias y a nuestros firmes músculos abdominales y buscará una víctima más fácil.


El país del Sol Naciente ostenta el primer puesto en las tablas de longevidad del planeta y por este motivo  se ha puesto de moda imitar el régimen alimenticio de los japoneses, pero su expectativa de vida -si bien alta- no difiere mucho de la de otros países industrializados: setenta y nueve años para los hombres, ochenta y seis para las mujeres. Al final del sendero todos acabamos diciéndole adiós a esta vida. Por diferentes causas, es cierto, pero más o menos a la misma edad.

En los Estados Unidos se llevan a cabo periódicamente interesantes estudios entre personas  con diferentes hábitos tanto en su alimentación como en su ritmo de vida. Los resultados en algunos casos han sido paradójicos. Sucede que lo que es bueno para una cosa no lo es tanto para otra. Robin Motz,  de Columbia University,  señala en algunas investigaciones una relación entre niveles bajos de colesterol con el cáncer del colon. “ Es poco usual, dice,  encontrar una enfermedad cardiológica seria y un cáncer del colon en el mismo paciente”. En una publicación de hace unos años se afirmaba que un colesterol muy bajo podía llegar a causar cáncer del colon. Los médicos coinciden, desde luego, en que gente gorda que tiene presión arterial elevada y una historia familiar de casos de dolencias del corazón debe bajar su ingestión de colesterol, pero no todos los facultativos recomiendan esta fórmula para gente sana. Esto no indica,  por supuesto, que se puede descartar toda precaución y hartarse de colesterol. Tal vez una dieta sana no nos hará vivir más tiempo, pero de seguro nos hará vivir mejor.
En cierta ocasión la gran escritora Dorothy Parker repuso a alguien que aducía que sus cuentos cortos eran demasiado tristes: “Hay miles de millones de personas en nuestro mundo y la historia de ninguna tendrá un happy ending”. Somos todos víctimas de un chiste real. Cuando llegas a los setenta o a los ochenta, algo se apodera de ti.

Dorothy Parker, 1939. Es inevitable. Algo te espera y te hará morir. El reloj simplemente se para. Los científicos, no obstante, continúan intentando doblegar a la temida mensajera y postergar sustancialmente su visita. Aunque muchas de las veces los experimentos humanos resultan atemorizantes e impredecibles es probable que algunos de nosotros seamos testigos de insólitos descubrimientos genéticos.  En los últimos dos siglos y medio la esperanza de vida al nacer ha pasado en los países desarrollados de menos de treinta a ochenta  años. Después de todo, quizá no resulte tan utópico imaginar que en un futuro impredecible nuestros nietos, o nuestros biznietos podrían no morir jamás.

Deduzco, sin embargo, que para la mayoría de nosotros las fórmulas mágicas para lograr la longevidad extrema y vencer a la Parca no llegarán a tiempo, y por lo tanto pienso que todos aquellos que deseen alcanzar (o superar) los actuales índices de longevidad  deben procurar seguir fielmente la larga lista de recomendaciones e ingerir con acuciosidad las pócimas milagrosas ya enunciadas. Y las que sigan apareciendo.

En lo personal y como he descubierto que prácticamente todos mis gustos, pero especialmente los gastronómicos están catalogados como peligrosos  para la buena salud y como no me atrae para nada la posibilidad de llegar a los ciento veinte años o peor aún, competir con la inmortalidad de la medusa Turritopsis nutricula, me contento con poner en práctica la receta del controvertido ministro francés Fouchet a quien cuando le preguntaron cuál creía era el secreto para alargar la vida, respondió rotundo: “No acortarla”.


       Leonor Fernández Riva

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