martes, 3 de mayo de 2011

Juan

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Juan
Leonor Fernández Riva

Por aquellos días era yo una citadina  inexperta  en las labores del campo que hacía   pinitos en medio de la jungla exuberante donde estaba situada la finca adquirida  hacía poco con tanta  ilusión.  El anhelo de tener un pedazo de tierra, una propiedad para  cultivar y soñar,  y el hecho de no disponer del capital suficiente para realizar ese proyecto en los costosos  terrenos aledaños a Quito, ciudad en la que me radiqué por muchos años,  propiciaron que ese deseo  se hiciera  realidad en un sitio muy distante de la capital, un paraje extenso y salvaje   poco apreciado por la mayor parte de las personas de la ciudad: el bosque húmedo.

Desde el primer momento me sentí fascinada por esa naturaleza primitiva, por la sensación indescriptible de contemplar el paisaje hasta donde la mirada se perdía  y sentir que todo era  mío: los parajes escondidos en medio de la selva, los guayacanes floridos, los riachuelos, las palmeras, el bullente río. Lo paradójico es que aunque admiraba esa naturaleza primitiva y salvaje ansiaba también dominarla, tomar un pedazo  de esa tierra casi virgen para someterla y cultivarla a mi manera. Anhelaba  crear en medio de esa jungla un jardín de ciudad, una huerta.

Y así, con la ingenua pretensión de quien cree que por adquirir un poco de tierra ésta se convierte en suya, me dediqué con todo entusiasmo a someterla. ¿Cuán difícil o casi imposible era realizar esto? No podía presentirlo.

Mi encuentro con Juan fue providencial. Necesitaba alguien que conociera ese ambiente tan nuevo para mí, y que a la vez fuera dócil, manejable, obediente para que  me ayudara en mis multifacéticas ocupaciones finqueras y me  acompañara en mis paseos por el monte.  Y entonces, como caído del cielo,  apareció Juan, un chico de doce años,  trigueño,  muy delgado, de facciones mestizas.

En esa edad que oscila entre la infancia y la adolescencia, Juan no tenía al momento nada provechoso que hacer los días en que no iba a la escuela. Necesitaba  distraerse, aprender algo nuevo y,  sobre todo,  ganarse un pequeño jornal. Su madre, esposa del cuidador de la finca, accedió sin titubear a que me acompañara los fines de semana en que yo iba a la finca. Al preguntarle al chico si quería hacerlo,  accedió con un simple movimiento de hombros y  esa expresión  un tanto burlona  de “qué más da”.  El sábado siguiente, sin embargo, acudió muy puntual a las ocho de la mañana.

-¡Hola, Juan! -lo saludé con entusiasmo cuando lo vi acercarse.

-Buenos días, doña Leonor -me contestó bajando la cabeza y mirando sesgado, en la forma un tanto medrosa como  suelen hacerlo las gentes del campo.

Ese primer día fuimos al ordeño y luego, por el caminito que dividía en dos la finca, a  dejar el ganado en los potreros. Juan era  callado y aparentemente tímido,  pero poco a poco fue tomando confianza al observar mi inexperiencia en prácticamente todo lo que hacíamos. Esos eran sus dominios; allí él era el conocedor, el baqueano, y yo, la  ignorante llegada de la ciudad.

“No se haga muy cerca, que esa vaca sabe patear. ¡Cuidado, que de pronto se voltea!”,  me advertía con suficiencia, y sospecho que también con un poco de gozo ante mi inocultable temor. Luego añadía, entregándome una rama tomada del cerco: “Con esto las puede arriar si se le vienen”. Eso, como es de suponer,  aumentaba mi preocupación.

 -¿Ya vamos a llegar? -le preguntaba yo, después de un rato, sudada y agotada  luego de bajar y subir fatigosamente  por una trocha llena de curvas.

-Allá abajito no más está la puerta del potrero -contestaba él, fresco como si nada,  y añadía irónico con un casi  imperceptible dejo de burla-: ¿Quées pues, ya estará cansada?

 El amor propio me hacía sacar fuerzas de flaqueza y continuar animosa el trayecto.

Cada sábado Juan llegaba puntual. Yo lo esperaba con mi “pinta” de trabajo: camuflaje (obsequio de un yerno militar del ejército ecuatoriano), botas pantaneras y  sombrero alón de tela verde. En algunas felices ocasiones  Juan me sorprendía con la grata noticia de que en la noche había nacido un ternerito. Quienes hayan tenido la oportunidad de observar un ternero recién nacido convendrán conmigo en que hay pocas cosas tan tiernas y graciosas como ver a uno de ellos dando saltitos alrededor de su madre.  Yo era la encargada de darles  nombre a los nuevos terneros: Sorprais, porque nació un día  que nadie la esperaba; Chiripa, porque vino en el vientre  de una vaca comprada muy barata; Promesa porque era hija de la vaca más productora de leche; Pánfila, porque se demoró en nacer; Momo, por lo gracioso…,  y así sucesivamente. Nunca escogía para ellos nombres de personas.

Después del ordeño nos encaminábamos  a dejar el ganado en los potreros,  y solo después de cumplir con este cometido empezaba para nosotros la verdadera jornada.

 Al lado de Juan aprendí poco a poco  a conocer muchas peculiaridades  de la flora y la fauna de la región. Cosas nuevas para mí,  pero que  para él eran el pan de todos los días. “¿Ve esta planta?”,  me preguntaba de pronto en medio de nuestro recorrido.  Se usa  para las picadas de culebra. Se ponen emplastos y también se toma el agua hervida”. O de pronto ante una planta aparentemente insignificante de florecillas azules: “¿Conoce el mentol? Mire,  aquí hay una matica.  Arránquela y huela  su raíz”.  Y en otra ocasión en que veía que iba a cortar una de hojas anchas que en la región llamaban “camacho”: “¡Cuidado! No coja esas hojas que luego le pica todo el cuerpo!”. O también: “¿Ve esa roja de allá? Si la corta bota una leche  venenosa”.  Y cuando nos adentrábamos por los potreros: “Allí hay un guayacán,  pequeñito ¿lo ve?”, o “Mire ese árbol lleno de frutos rojos. Esos son los que comen las guantas”. Y de pronto, señalando un agujero medio oculto por la maleza: “¿Ve este hueco? Es la madriguera de un armadillo”. O algo que siempre me producía un escalofrío y que,  como pude comprobar algunas veces,  era completamente cierto: “Pase con cuidado por estos troncos podridos porque a veces hay culebras abajo”.

Nuestros recorridos por la finca estaban siempre  llenos de sorpresas: “¿Qué es ese sonido, Juan?”, le pregunté en alguna ocasión al sentir una especie de tableteo. “Un carpintero –contestó señalándolo- Mírelo allá,  en ese árbol”, y  enseguida me previno con un tono que rayaba en el irrespeto al ver que yo me aprestaba a acercarme: “¡Cuidado! ¡Lo va a espantar!”.

 En nuestras caminatas  no faltaban los momentos de tensión, como cierta vez en  que alborotamos un enorme avispero, o como cuando encontramos un cuero de culebra  entre la maleza. “¡Mire no más lo que hay aquí! ¡Una piel de culebra! Parece de una verrugosa. ¡Y como que  acaba de cambiarla! ¡Tenga cuidado donde pisa,  que se ponen bien bravas cuando están con piel nueva!”.

Sutilmente, Juan gozaba con mi  temor citadino hacia lo desconocido. Temor que yo no podía disimular; todo lo que brotaba de esa espesura era nuevo y hasta amenazante para mí.  Pero  aunque muchas cosas me intimidaban,  sentía a la vez una irresistible atracción  por  conocer siempre algo más de ese ambiente salvaje y  agreste.

 Nunca  llegué a  perder del todo el temor por la selva sombría y húmeda, mas  al paso de los días me fui paulatinamente  familiarizando con muchas cosas y mi temor se convirtió en  prudente respeto.

Cada sábado esperaba a Juan  con mis botas pantaneras, mi camuflaje verde y mi sombrero alón. No cabía otra pinta;  esa era la apropiada para esa jungla. Junto a Juan aprendí que la madera para construcción había que cortarla solo en los días de la luna menguante, porque de lo contrario se llenaba de comején; que en el riachuelo cercano había cangrejos y pequeñas tortugas; que con la arcilla del río podíamos hacer vasijas y figuras de animales y hornearlas luego en el rústico horno de leña de la finca. Aprendí a conocer  la hora en que los tucanes se posaban en la punta de los  árboles cercanos, o el momento de la tarde en que  las miríadas vocingleras de patos silvestres volaban hacia el río, el canto atronador de las loras al acercarse,  el lamento lastimero del oso perezoso en las noches, el gruñido del triguillo a lo lejos, el silbido casi imperceptible de las culebras y el peligro de bajar al río en cuanto empezaba a oscurecer  porque esa era también la hora en la que ellas  lo visitaban. Y aprendí también, a  ensillar mi caballo y  el  gozo indescriptible de  galopar en medio de risas y carreras  hasta el imponente río Blanco, situado en el confín de la finca.  Así, y casi sin darme cuenta, yo  también me fui tornando baqueana.  

Pero no  todo era juegos, paseos y hallazgos.  Juan me ayudaba también  a pintar la casa, a poner el anjeo en las ventanas,  a cortar y poner las láminas del cielo raso y a hacer toscas bancas de caña guadua. Con pico y pala hicimos caminitos de piedra en el jardín, y  comprendí entonces que el sueldo que ganan los albañiles  por tan difícil y extenuante trabajo es irrisorio. Juntos sembrábamos en la huerta colinos de plátanos y esquejes de yuca,  y  yo aguardaba ansiosa  el momento de la cosecha. Cuánta emoción sentía entonces al arrancar una de esas plantas y ver los racimos de yucas aferrados a sus raíces. Con el tiempo,  no obstante,  aprendí también  que no siempre las plantas responden  a nuestras expectativas  y que, como solía decir Juan con naturalidad al ver mi decepción ante un papayo estéril, “a veces unas plantas  salen machorras y nunca dan fruto”.

 A medio día hacíamos un alto en el trabajo para almorzar. Era un gozo verlo comer con un apetito de náufrago el suculento almuerzo preparado por mí antes de iniciar nuestra labor. Uno tras otro nos bogábamos sendos vasos de gaseosa. Nuestra cara de satisfacción habría podido salir con éxito en un comercial de Coca Cola.

Ese fugaz momento del almuerzo era nuestro único descanso antes de continuar con nuestras actividades.  No necesitábamos más. ¡Qué tiempos aquellos! Tenía entonces cuerda para rato. ¡Y había tanto qué hacer!  Poco a poco y con inmensa ilusión fui sembrando con  ayuda de Juan arbustos de flores azules a la vera del  camino que llevaba hasta el río, y también con su ayuda logré  arrancar un trozo de tierra a  la exuberante fronda que nos rodeaba. Crotos, rosas, dalias, buganvillas…, en lucha diaria  contra la maleza y los insectos “fututos”, del lugar fueron poco a poco adaptándose a su nuevo entorno y tímidamente empezaron a florecer. Y algo similar ocurrió con los árboles foráneos traídos de la ciudad. Camias, naranjos, aguacates, limoneros y guanábanas crecían fuertes y frondosos. Cada semana, al marcharme,  los apremiaba: “¡Dense prisa, amigos, dense prisa!”

Bien entrada la tarde, Juan y yo acabábamos nuestra jornada exhaustos, sudados y sucios,  pero felices. Nos sentíamos contentos de haber  cumplido la labor de ese fin de semana.  Después de un refrescante baño dejaba de lado mi pinta de guerrillera y me ponía una atractiva manta guajira. Juan, de punta en blanco,  junto a sus papás, sus hermanos pequeños, mi esposo y yo nos sentábamos en el amplio corredor  a conversar y ver televisión en un viejo televisor blanco y negro. En esta etapa de la finca ya mis hijas adolescentes no me acompañaban. Aunque de mala gana, debí resignarme  a que era imposible competir con sus fiestas y amoríos juveniles. 

Un canal de la televisión  ecuatoriana transmitía los sábados en la noche películas de Bruce Lee  y  de otros karatecas, y esas,  precisamente,  eran las películas preferidas de Juan y de toda su familia.  A mí en la ciudad nunca se me hubiera ocurrido sintonizar ese tipo de programas, pero allí, en medio de la selva,  esos encuentros interminables  de karate de los que  el héroe salía siempre victorioso tenían un encanto peculiar.  Era todo un poema ver en las caras de aquellas gentes sencillas la emoción que les despertaban las sucesivas contiendas de los “chinos” como indistintamente los llamaba Juan.  La función transcurría entre bocado y bocado del rico pastel que impajaritablemente yo les preparaba cada semana, y de los abundantes  vasos de gaseosa que les servía generosamente. Cerca de medianoche el sueño y el cansancio nos vencían y empezábamos todos a cabecear. Al otro día debía levantarme temprano para empacar y  regresar a la ciudad.

“Traiga el sábado el serrucho y los clavos y hacemos una banca con la guadua. Y no se vaya a olvidar  de traer el veneno para las hormigas arrieras, y la pintura”, me decía Juan cuando ya yo estaba montada en el carro. Siempre me mandaba con una tarea.

Obediente, a la semana siguiente volvía con los encargos. Pero siempre le traía algo más: golosinas, una gorra, una camiseta, champú, jabón…, un libro.  Todo era novedoso para Juan, todo lo sorprendía. Los seres sencillos del campo conservan siempre una especie de curiosidad infantil; no agotan, como nosotros los citadinos, la  capacidad de asombrarse y regocijarse por cosas pequeñas.

 Toda su vida Juan había vivido en medio de esa selva, pero en lo profundo de su corazón  anhelaba algún día ir a la ciudad. Ese era su sueño.  Estaba llegando ya a esa especie de encrucijada que se presenta a los niños campesinos cuando terminan la primaria y no avizoran una manera de continuar estudiando. Imposible pensar en seguir el bachillerato. En esa región no existían colegios de secundaria, y hasta la escuelita donde estudiaba la primaria se cerraba a veces por largos periodos por falta de profesor.

 Habían pasado ya dos años desde nuestro primer encuentro. Juan estaba creciendo, aunque  ya se veía que no iba a ser alto y mucho menos guapo.  El domingo, cuando junto con mi esposo regresaba a la ciudad, lo llevábamos en nuestra camioneta hasta el pueblo cercano. Él se ponía su “pinta”: pantalón claro, camisa floreada, zapatos nuevos, fijador en el pelo. Le gustaba ir al pueblo y sacudirse un poco toda esa selva que lo rodeaba. A veces, observándolo, yo me preguntaba: “¿Qué será de Juan más adelante? ¿Cómo será su vida cuando crezca?”. Paradójicamente, y al contrario de lo que acontece con quienes lo tenemos todo, ni él ni su madre se preocupaban por el futuro. Mis preocupaciones no eran las suyas. Como no tenían nada, no esperaban nada y  nada les preocupaba. Vivían el día a día.

En cierta ocasión  en que veníamos de dejar el ganado en un potrero, Juan me dijo: “Quiero que vea lo que estoy haciendo”.  Me invadió la curiosidad, pero Juan no añadió nada más y sólo me guió hasta un paraje desde donde se divisaba abajo el riachuelo y al otro lado a considerable distancia, otro pedazo de selva. Sin decir nada, Juan tomó uno de los bejucos que colgaban de un inmenso árbol y se lanzó al vacío. Sentí un tremendo miedo porque me pareció que el bejuco podía desprenderse y entonces quién sabe qué pasaría con Juan. Pero fue emocionante verlo volar como un joven Tarzán  en medio de su selva.

-¡Muy bien, Juan! Eso que has hecho es  increíble – le dije,  emocionada-.  ¡No sabes cuán hermoso es todo esto que te rodea y el privilegio que tienes de disfrutarlo! Pero no te lances así al vacío si estás  solo porque el bejuco  puede romperse o desprenderse – le aconsejé un tanto asustada,  aunque en mi fuero interior  me hubiera gustado ser más joven y menos pesada para intentar también esa proeza.  

Un aciago día mi esposo se dio cuenta de que los repetidos robos ocurridos entre el ganado tenían algo que ver con el padrastro de Juan. No hubo más alternativa que despedirlo. Juan debió irse con él, su madre y sus hermanos a otra propiedad muy lejos de la nuestra. No volví a verlo.

  Desde ese momento la finca empezó a perder para mí  parte de su atractivo. Sin darme cuenta le había tomado verdadero cariño a mi pequeño ayudante, y a pesar de que   alguien vino a reemplazarlo ya nunca las cosas volvieron a ser iguales.

Y el tiempo pasó. Transcurrieron cinco años de acontecimientos no siempre felices. Mis paseos a la finca se espaciaron. La selva,  poco a poco,  fue de nuevo apoderándose de mi antes  cuidado jardín. Pero eso no era ya trascendente para mí.  Otras cosas ocupaban mi mente por esos días. Mi vida conyugal atravesaba  difíciles momentos. Sucesivos desencuentros habían creado un abismo insalvable entre mi esposo y yo. Me aprestaba a tomar una decisión definitiva.

Un  día recibí una llamada sorprendente:

-Doña Leonor. Soy yo, Juan.

-¡No, pues, Juan! ¿Cómo así? ¿Dónde estás?

-Aquí en Quito, doña Leonor.  Me vine a vivir acá.

-¡No puedo creerlo! ¡Qué sorpresa tan grande, Juan!  ¡Te saliste con la tuya! Ven a visitarme, pero ven  pronto porque voy a viajar.

Le di mi dirección. Me sentía conmovida por volver a saber de él después de tanto tiempo. Pero muchas cosas ocupaban también mi pensamiento en esos momentos. Cosas irremediables.

El lunes siguiente Juan acudió a visitarme. Había crecido un tanto y se veía un poco más atlético, pero era el mismo  de siempre.

-¡Qué bueno verte, Juan! ¿Quién te dio mi teléfono? 

-Segundo, el cuidador actual de la finca. Le dije que era para pagarle una plata al ingeniero y me lo dio.

-¿Y qué haces aquí en Quito, Juan?

-Trabajo en un almacén y  estoy estudiando de noche.

-¡Estás estudiando! ¡Te felicito, Juan! Y cuéntame, ¿qué ha sido de tu vida?

-Me casé. Tengo ya un hijo de meses.

-¡Te casaste! ¡No puede ser, Juan! –le dije con expresión entre sorprendida y alegre-  ¡Y tienes ya un hijo! ¡No puedo creerlo! Te felicito,  Juan,  de todo corazón. Ojalá seas buen esposo y logres ser feliz.

-¿Y el ingeniero? - me preguntó a su vez con una sonrisa maliciosa.

-Afortunadamente,  no está aquí ahora.  Quiero que sepas que la próxima vez que vengas ya no me vas a encontrar.

Juan se quedó viéndome un momento con mirada inteligente.

-Va a dejar al ingeniero, ¿cierto?  Yo  lo sabía. Era muy “fregado”.

-Sí, Juan,  ¡es muy “fregado”! Y ya las cosas no tienen remedio. Pero deseo con el corazón que a ti te vaya bien en todo. No dejes de estudiar, ni de leer,  y ojalá seas un buen padre.

Le brindé algo de comer y continuamos todavía un poco más hablando  de su trabajo, de su familia…Le obsequié algunos libros y algo de dinero que al principio  rehusó  recibir y  solo aceptó cuando le insistí que era para su hijito. Cuando  me extendió la mano al despedirnos,  olvidé los convencionalismos y  lo abracé con inmensa ternura.

Lo acompañé hasta la puerta y lo vi alejarse con la certeza de  que nunca más lo volvería a ver, de que ese era solo un adiós más  de los muchos que en lo sucesivo tendría que  experimentar. Entonces, con los ojos aguados, le grité para que me oyera  porque ya se había alejado un poco:

“¡Oye Juan, pero lo pasamos bonito en la finca ¿verdad?!”



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