martes, 15 de marzo de 2011

La más maravillosa aventura


 

La más maravillosa  aventura


Leonor Fernández Riva



 ¿Se han puesto alguna vez, amigos lectores, a pensar en lo  que representó para ustedes aprender a leer y aficionarse luego a la lectura? Es muy  interesante reflexionar sobre la manera  como adquirimos tan  apasionante adicción. Algunos, muy temprano en la vida;  otros, un poco más tarde. Casi estoy segura de que cada uno de nosotros podría contar una historia diferente a ese respecto porque el gusto por la lectura es algo  tan personal que hasta se me figura que tiene un patrón similar al gusto por la comida materna.

 Esta irreprimible adicción adquirida desde mi niñez es,  sin duda,  uno de los factores que más ha enriquecido y brindado complacencia y sentido a mi existencia. En mi caso personal la lectura no fue algo impuesto. No tuve que leer ningún libro. Leer fue siempre  un premio, un placer. Una dulce tiranía que se apoderó de mí  cuando aún era muy pequeña y que me ha acompañado a lo largo de la vida. Quiero compartir hoy con ustedes esa feliz experiencia.

-La semana siguiente empezarás a ir al kínder para estudiar -me dijo mi madre una mañana  al poco tiempo de cumplir los  seis años.  

- ¿Por qué tengo que estudiar, mami?- le pregunté  inquieta

-Para que aprendas a leer  lo que dicen los libros que te leo cada noche, mi amor- me contestó  mi madre con dulzura.
  
Su explicación no me tranquilizó en lo absoluto. No entendía todavía qué significaba leer y mucho menos, ir al colegio. Me gustaba que mi madre me leyera y no veía ninguna necesidad de hacerlo yo. Con inocultable aprensión infantil observé durante varios días los preparativos para ese importante acontecimiento: la confección de mis  uniformes, la compra de zapatos, los cuadernos, la visita  al  imponente edificio del colegio para matricularme. Un inusitado temor empezó a agitarse dentro de  mi pequeña humanidad  ante eso tan nuevo y  sorprendente que pronto me arrancaría  del protector y cálido abrigo materno para llevarme a experimentar quién sabe qué nefastas experiencias. El kínder tenía para mí la figura de una dolorosa vacuna.  Y lo peor de todo era que no había alternativa. Del kínder nadie me iba a  librar.

 Y llegó el temido día y con él, de alguna manera, el término de mi despreocupada y gozosa primera  infancia. Y tuve que acostumbrarme -aunque mis ojos se negaran a abrirse- a levantarme bien temprano en la mañana; a bañarme con un agua que a esas horas semejaba hielo; a ponerme con rapidez el uniforme y los pesados zapatos; a desayunar sin hacer pachorra y salir sin demora luego de cepillarme los dientes a esperar el transporte escolar  acompañada por mi madre, y a tomar luego mi asiento en el bus intimidada  por la mirada escrutadora de  ojos extraños. Y ya en el colegio, a muchas cosas nuevas para mí: formar fila antes de entrar a clase;  aguantar las imperiosas ganas de orinar hasta la hora del recreo; cortar figuras; pintar; cantar; compartir con otras  niñas no siempre agradables;  y, tímidamente, empezar a hacer mis primeras amigas.

 No todas las cosas que tenía que hacer las hacía bien y no todas las ganas pude aguantarlas con éxito hasta la hora del recreo. El kínder no me convencía; seguía añorando mi vida de juegos  y de irresponsables travesuras.

Pero de pronto algo insólito aconteció. Algo que transformó mi asistencia diaria al kínder  en motivo de contento. Poco a poco y casi sin darme cuenta, la unión de las letras que con tanta paciencia la profesora intentaba enseñarme empezó a tener significado. Esas primeras  letras unidas a otras formaron  titubeantes sílabas y luego  palabras que enlazadas se convirtieron en oraciones. Cada día descubría en  mi pequeña cartilla nuevas  palabras y  me complacía en formar  con ellas frases sencillas.  El día que pude leer “mi mamá me mima” representó  para mí todo un acontecimiento.  

Sin embargo, y a  pesar de ese  deslumbrante inicio en el mundo de las letras, mi lectura era  todavía muy elemental y continué disfrutando intensamente  los cuentos orales  en los que mi madre era un verdadero genio. Ella, con su prodigiosa imaginación y su bien timbrada voz,  nos trasladaba cada noche a mis hermanos y a mí  por lugares y circunstancias encantadas donde ocurrían acontecimientos prodigiosos y  donde príncipes y princesas vivían mil aventuras hasta  llegar a sorprendentes y siempre felices finales. Fue la etapa de los cuentos de hadas en la que, al influjo del relato, mi ánimo pasaba sucesivamente  de la aflicción  al regocijo al escuchar las desventuras o alegrías de Cenicienta, Blancanieves, Rapunzel, Hansel y Gretel, Pinocho, El gato con botas, El príncipe feliz…

Sin  duda, fue  mi  madre quien con su inmensa ternura e inteligencia sembró en mi corazón  un profundo amor por la aventura, los sueños, las fantasías…y  la lectura.

Con el paso de los meses logré leer  de corrido,  pero  durante un tiempo  seguí todavía apegada  al gusto por los bellos dibujos que ilustraban los cuentos infantiles. Y de  pronto,  un feliz día,  llegó para mí la era de los comics. ¡Algo realmente maravilloso! Recuerdo que por  aquellos días el periódico de los domingos incluía  un suplemento infantil con las aventuras de Tarzán de los monos, el Fantasma, Buck Rogers, Supermán, Mandrake, Pato Donald, Dick Tracy…Mis hermanos y yo esperábamos ansiosos la llegada del periódico dominical. Y claro,  siempre se suscitaba  una pelea para decidir quién  leía de primero el suplemento infantil.

Pero hubo un libro en especial,  o más bien dicho,  una colección de libros que marcó la historia de mis lecturas. Cuando mi hermano mayor, que me llevaba cuatro años,  cumplió catorce años, mis padres le regalaron El tesoro de la juventud. Recuerdo como si fuera ayer el día que esta colección llegó a mi casa. Mi hermano  fue sacando los ejemplares uno a uno  de la caja con manifiesto embeleso y con uno que otro “¡¡cuidado!!” dirigido a mí cuando veía que empezaba a hojear alguno. El papel y la tinta con la que fueron impresos esos libros tenían un olor tan agradable y cautivador  que ese aroma  quedó para siempre en mi recuerdo asociado a esa obra.   

Cada uno de los tomos de esa colección guardaba  un verdadero  tesoro en su interior. Leerlos  fue un inmenso placer. Empecé con los cuentos y fábulas, seguí con las leyendas,  el libro de los porqués, las biografías de personajes famosos, la poesía… Los poemas  que encontré entre sus páginas son los que más me han cautivado a lo largo del tiempo y los que realmente despertaron mi amor por la poesía. Sin lugar a dudas,  El tesoro de la juventud marcó con su lectura mi infancia y parte de mi adolescencia.

A los  doce años  ya era yo una consumada lectora. Mi imaginación había superado ya las imágenes y ahora me gustaba más leer libros que no las tuvieran.  Leía con  avidez todo lo que caía entre mis manos. Me favorecía que mi padre tuviera un taller gráfico. Crecí entre tinta y papel. Nunca faltaba qué leer.

Pero todavía  seguía aficionada a los comics.  Era un verdadero goce  acudir con mis hermanos al Parque San Nicolás en donde en rústicas carteleras se exhibían provocativamente un gran número de historietas para ser  alquiladas  a la chiquillería de los alrededores. No me cambiaba por nadie cuando, por alguna feliz circunstancia monetaria,  podía leer dos o tres comics de mi preferencia sentada cómodamente en una de las bancas de ese parque. Una sensación única,  difícil de describir.

Mi hermano mayor, consumado lector, había conformado ya una biblioteca bastante numerosa. Pero no era muy dado a prestarnos sus libros. No lo culpo. Probablemente pensaba (y de seguro estaba en lo cierto)  que los maltrataríamos. La biblioteca en la que los guardaba tenía puertas ajustables  a las que él había colocado unas armellas y  candado. Pero para  mis  ansias de leer, ese detalle  no representaba ningún  impedimento. Cuando mi hermano no estaba en casa me ingeniaba modos de abrir un tanto las dichosas puertas y  meter las manos entre las ranuras, para,  raspándome  y magullándome,  sacar  uno de sus libros. En algunas ocasiones mi hermano se enteraba del asalto y se ponía furioso. Pero allí estaba mamá  para calmarlo.

De esta manera  pude leer ávidamente las maravillosas aventuras deTarzán de los Monos, de Edgar Rice Burroughs, ¡veintitrés tomos! -sí,  amigos, ¡veintitrés tomos!-  que me trasladaron al África o más bien dicho, a la gloria, y que me mantuvieron  durante muchos días literalmente  pegada de sus  páginas; Sandokan,  el Tigre de la Malasia, de  Emilio Salgari,  más de veinte volúmenes de aventuras -sí, amigos,veinte- que hicieron mis delicias; los apasionantes  libros futuristas de Julio Verne;  los tiernos relatos de  Mujercitas y  Hombrecitos, de  Louisa May Alcot;  El médico de las locas, La panadera, El coche No.13,  de  Xavier de Montépin, novelas llenas de suspenso; Los tres MosqueterosVeinte años después, El Vizconde de BragelonneEl hombre de la máscara de hierro, de Alejandro Dumas, vibrantes aventuras durante un periodo especialmente interesante de la historia francesa; Scaramouche y el Capitán Blood,  de Rafael Sabatini, indescriptibles aventuras de piratas y espadachines;  Tom Sawyer y Huckleberry Finn, de Mark Twain, las aventuras que todos los niños, sin importar el sexo, queríamos vivir; Guillermo el travieso, de Richmal Crompton, ¡treinta y ocho tomos! –sí, ¡treinta y ocho!- con las  deliciosas ocurrencias  de un divertido muchacho inglés de once años; travesuras que aún leo con inmenso placer; Corazón,de Edmundo de Amicis, un relato conmovedor que en su momento me hizo llorar. Y muchas, muchas historias más que me colmaron de fruición durante esos primeros años.

Luego vendrían otros libros. Muchos otros. Pero esas primeras lecturas fueron únicas, inolvidables. Me permitieron disfrutar  aventuras apasionantes y me introdujeron de forma gradual y deliciosa  a la lectura de temas más difíciles,  profundos y polémicos.

Desde aquellos ya lejanos días siempre tuve la seguridad de que nunca me sentiría sola ni aburrida mientras tuviera un buen libro entre las manos. Como bien lo expresó John Kennedy: “Amar la lectura es trocar horas de hastío por horas de inefable y deliciosa compañía”.

Cultivemos, amigos lectores, en nuestros niños, el amor por la lectura y regalémosles un placer que les acompañará por el resto de sus vidas. Pero sin presiones, sin imponerles lecturas  tediosas para sus tiernos años. Hagámoslos vivir, en esos, sus  primeros libros,  las apasionantes  e inolvidables  aventuras con las que  todos soñamos cuando somos niños.

 Porque la lectura, antes que cualquier otra cosa, es un inmenso placer. ¡Y la más maravillosa de las aventuras!



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