jueves, 21 de abril de 2011

Un mensaje visionario del pasado

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Siempre que se habla del medio ambiente no puedo menos que pensar en la  profética respuesta que en 1854  dio Noah Seatle,  un jefe indio de la tribu Suquamish -cuando todavía ni siquiera los diccionarios habían acuñado la palabra ecología- al presidente norteamericano Franklin Pierce, en el momento en que  este le propuso comprarle la tierra de sus antepasados.
 Probablemente  muchos de ustedes ya  conozcan este texto, pero creo que para todos será un deleite  leerlo por primera vez,  o releerlo,  y admirarnos ante la  sensibilidad y sabiduría de esos  hombres cobrizos, guerreros del arco iris, que vivieron alguna vez libres en las llanuras de Norteamérica  en profunda armonía con la Tierra.
 En cuanto al porvenir del planeta, no soy, lo confieso, muy optimista. Somos demasiados y cada vez somos más; todos tenemos innumerables deseos y necesidades y nadie está dispuesto regresar a tiempos más simples y austeros por el bien común.  Pero es hermoso y esperanzador pensar que existieron alguna vez  seres con  tan admirable sentido de  cosmovisión.
Me siento  muy  honrada,  hoy,  22 de Abril, Día Mundial de la Tierra, al tomar prestadas para esta columna  las sabias y proféticas   palabras de Noah Seatle:
                                           
“El gran Jefe de Washington ha mandado hacernos saber que quiere comprarnos las tierras, junto con palabras de buena voluntad.
Mucho agradecemos este detalle, porque de sobra conocemos la poca falta que le hace nuestra amistad.
Queremos considerar el ofrecimiento, porque también sabemos de sobra que si no lo hiciéramos los rostros pálidos nos arrebatarían las tierras con armas de fuego.
¿Pero cómo podéis comprar o vender el cielo o el calor de la tierra?
Esta idea nos resulta extraña. Ni el frescor del aire, ni el brillo del agua son nuestros, ¿cómo podrían ser comprados?
Tenéis que saber que cada trozo de esta tierra es sagrado para mi pueblo, la hoja verde, la playa arenosa, la niebla en el bosque, el amanecer entre los árboles, los pardos insectos, son sagradas experiencias y memorias de mi pueblo. Los muertos del hombre blanco olvidan su tierra cuando comienzan el viaje a través de las estrellas.
Nuestros muertos en cambio, nunca se alejan de la tierra, que es la madre. Somos una parte de ella y la flor perfumada, el ciervo, el caballo el águila majestuosa, son nuestros hermanos, las escarpadas peñas, los húmedos prados, el calor del cuerpo del caballo y el hombre. Todos pertenecen a la misma familia.
El agua cristalina que corre por los ríos y arroyuelos no es solamente agua, sino, que también, representa la sangre de nuestros antepasados. Si os la vendiésemos, tendríais que recordar que son sagradas y así recordárselo a vuestros hijos. También los ríos son nuestros hermanos porque nos liberan de la sed, arrastran nuestras canoas y nos procuran los peces, además cada reflejo fantasmagórico en las claras aguas de los lagos cuentan los sucesos y memorias de la vida de nuestras gentes. El murmullo del agua es la voz del padre,  de mi padre.
Sí, gran jefe de Washington, los ríos son nuestros hermanos y sacian nuestra sed, son portadores de nuestras canoas y alimento de nuestros hijos.
Si os vendemos nuestra tierra, tendréis que recordar y enseñar a vuestros hijos que los ríos son nuestros hermanos y que también lo son suyos, y por lo tanto deben tratarlos con la misma dulzura con que se trata a un hermano.
Por supuesto que sabemos que el hombre blanco no entiende nuestra forma de ser, tanto le da un trozo de tierra u otro, porque no la ve como hermana, sino como enemigo, cuando ya la ha hecho suya la desprecia y sigue caminando, deja atrás la tumba de sus padres sin importarle. Secuestra la vida a sus hijos y tampoco le importa. Tanto la tumba de sus padres como el patrimonio de sus hijos, son olvidados. Trata a su madre la tierra, y a su hermano el firmamento como objetos que se compran, se explotan y se venden como ovejas o cuentas de colores. Su apetito devora la tierra, dejando detrás solo un desierto. No lo puedo entender, vuestras ciudades hieren los ojos del hombre piel roja. Quizás sea porque somos salvajes y no podemos comprenderlo.
No hay un sitio tranquilo en las ciudades del hombre blanco, ningún lugar donde se pueda escuchar en la primavera el despliegue de las hojas o el rumor de las alas de un insecto. Quizás es porque soy un salvaje y no comprendo bien las cosas.
El ruido de la ciudad es un insulto para el oído, y yo me pregunto: ¿Qué clase de vida tiene el hombre que no es capaz de escuchar el grito solitario de la garza o la discusión nocturna de las ranas alrededor de la balsa?
Soy un piel roja y no lo puedo entender. Nosotros preferimos el suave susurro del viento sobre la superficie de un estanque, así como el olor de ese mismo viento purificado por la lluvia del mediodía o perfumado con aroma de pinos.
Cuando el último piel roja haya desaparecido de la tierra, cuando no sea más que un recuerdo su sombra, como el de una nube que pasa por la pradera, entonces todavía estas riberas y estos bosques estarán poblados por el espíritu de mi pueblo, porque nosotros amamos nuestro país como ama el niño los latidos del corazón de su madre. Si decidiese aceptar vuestra oferta, tendría que poneros una condición, que el hombre blanco considere a los animales de estas tierras como hermanos.
Soy un salvaje y no comprendo otro modo de vida. Tengo vistos millares de búfalos pudriéndose abandonados en las praderas, muertos a tiros por el hombre blanco. Soy un salvaje y no comprendo como una máquina humeante puede importar más que el búfalo al que nosotros matamos solo para sobrevivir.
¿Qué puede hacer el hombre sin los animales? Si todos los animales desapareciesen, el hombre moriría en una gran soledad, todo lo que pasa a los animales muy pronto le sucederá también al hombre. Todas las cosas están ligadas.
Debéis enseñar a vuestros hijos, lo que nosotros hemos enseñado a los nuestros, que la tierra es nuestra madre. Todo lo que le ocurre a la tierra le ocurrirá a los hijos de la tierra, si los hombres escupen en el suelo, se escupen a sí mismos.
De una cosa estamos bien seguros. La tierra no pertenece al hombre, es el hombre el que pertenece a la tierra. Todo va enlazado, el hombre no tejió la trama de la vida; él es solo un hilo. Lo que hace con la trama, se lo hace a sí mismo. Ni siquiera el hombre blanco, cuyo Dios pasea y habla con él de amigo a amigo, queda exento del destino común. Después de todo quizás seamos hermanos. Ya veremos.
Sabemos una cosa, que quizás el hombre blanco descubra algún día: Nuestro dios es el mismo Dios.
Vosotros podéis pensar ahora que Él os pertenece, lo mismo que deseáis que nuestras tierras os pertenezcan, pero no es así. Él es el dios de todos los hombres y su compasión alcanza por igual al piel roja y al hombre blanco. Esta tierra tiene un valor inestimable para Él y se daña y se provoca la ira del Creador.
También los blancos se extinguirán, quizás antes que las demás tribus. El hombre no ha tejido la red de la vida solo es uno de esos hilos y está tentando la desgracia si osa romper esa red. Todo está ligado entre sí, como la sangre de una misma familia.
Si ensucias vuestro lecho cualquier noche moriréis sofocados por vuestros propios excrementos, pero vosotros caminareis hacia la destrucción rodeados de gloria y espoleados por la fuerza de Dios, que os trajo a esta tierra y que por algún designio especial, os dio dominio sobre ella y sobre el piel roja. Ese designio es un misterio para nosotros, pues no entendemos por qué se exterminan los búfalos, se doman los caballos salvajes, se saturan los rincones secretos de los bosques con el aliento de tantos hombres y se atiborra el paisaje de las exuberantes colinas con cables parlanchines.
¿Dónde está el bosque espeso? … Desapareció
¿Dónde está el águila? … Desapareció
Así acabará la vida y solo nos quedará un recurso: intentar sobrevivir".


Sí, amigos,  a pesar de todo,  quizá no sea tan descabellado pensar que  si se multiplican los Noah Seatle en el mundo,  todavía exista un futuro para nuestra especie.




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