domingo, 12 de julio de 2009

EL RENCOR HISTÓRICO



















BLASÓN
José Santos Chocano

Soy el cantor de América autóctono y salvaje:
mi lira tiene un alma, mi canto un ideal.
Mi verso no se mece colgado de un ramaje
con un vaivén pausado de hamaca tropical...
Cuando me siento inca, le rindo vasallaje
al Sol, que me da el cetro de su poder real;
cuando me siento hispano y evoco el coloniaje
parecen mis estrofas trompetas de cristal.
Mi fantasía viene de un abolengo moro:
los Andes son de plata, pero el león, de oro,
y las dos castas fundo con épico fragor.
La sangre es española e incaico es el latido;
y de no ser Poeta, quizá yo hubiera
sido un blanco aventurero o un indio emperador.

No se puede cambiar el curso de la historia a base de cambiar retratos colgados en la pared.
Jwaharlal Nehru


Probablemente la sangre que corrió en América antes y después de su descubrimiento y conquista, ha sido ya superada con creces por la tinta empleada para relatar, documentar… y denunciar tan formidable gesta. Ese rencor histórico que domina la memoria de algunos historiadores ha puesto de moda en la actualidad un nuevo y lenitivo ingrediente: derrocar estatuas. Como si derribando estatuas pudiese ser borrada o cambiada la historia.

Qué terquedad tan paralizante la de querer aferrarse a los errores del pasado para justificar un estéril presente. No se trata, claro está, de olvidar el pasado, pero hay que comprenderlo y analizarlo a la luz de la evolución histórica. De ninguna manera se pueden juzgar los acontecimientos del siglo XV bajo el baremo humanista y moderno del siglo XXI.

Hay hechos en la historia que son inevitables. El descubrimiento y la conquista de América en el siglo XV fueron dos de ellos. Navegantes de varios países de Europa pujaban en ese instante de la historia por encontrar el atajo que les permitiera llegar exitosamente hasta la India y su fructífero comercio de condimentos y sabores. Era solo cuestión de tiempo que alguno lograra su objetivo. El genovés Cristóbal Colón, con audacia, cálculo, inteligencia, valor… y una buena dosis de buena suerte, les ganó de mano a todos los demás. Y si bien no encontró la ruta hacia la India descubrió para el mundo un nuevo y prodigioso continente.

Para juzgar esta hazaña hay que colocarse en el instante histórico en que sucedieron los acontecimientos. ¡Hace más de 500 años! Las guerras, las invasiones, las conquistas siempre han sido crueles, pero en aquella época eran salvajes, sin piedad, sin cuartel. Se arrasaba a los pueblos conquistados y los vencidos -hombres, mujeres, ancianos y niños- eran pasados por las armas o sometidos a la más abyecta sumisión. En el siglo XV ese era el espíritu de los ejércitos de todas las naciones. Y ese fue también el espíritu de los aventureros que conquistaron América. Con un agravante nefasto: en su mayoría se trataba de mercenarios acostumbrados solo a guerrear y que al concluir España su larga lucha contra los moros debieron escoger entre retornar a una vida labriega y monacal en sus pequeñas aldeas o vivir nuevas y emocionantes aventuras en las Indias con la promesa añadida de incrementar sustancialmente su ducado y sus ducados.

Ciertamente, los conquistadores españoles no fueron ni mucho menos seres llenos de bondad, almas de Dios. Nada de eso. Pero nadie puede negar que fueron valientes y sobre todo, seres de su tiempo. A pesar de todos sus crímenes, muchos historiadores concuerdan en que el exterminio y atropello de los aborígenes suramericanos hubiera sido mucho más sangriento y radical si los hombres llegados allende los mares hubieran tenido otra nacionalidad.

Y entretanto, ¿qué pasaba en América antes de la llegada de los españoles? No nos llamemos a engaño. La vida de los pueblos indígenas de América, antes de la llegada de los conquistadores no era ni mucho menos medianamente idílica. Los Incas, por ejemplo, no eran lo que se puede decir peras en dulce. Eran conquistadores y ¡ay de quien se les opusiera! Como una pequeña muestra de su violento proceder transcribo al final de estas reflexiones el relato de la sangrienta venganza llevada a cabo por el inca Huayna-Cápac en la laguna de Yaguarcocha en Ecuador, donde según la leyenda murieron más de veinte mil caranquis pasados a cuchillo.

Este hecho ocurrido en el año 1487- más de cincuenta años antes de la llegada de los españoles a estas latitudes- y otros similares, les granjearon a los conquistadores incas innúmeros enemigos entre los pueblos indígenas sometidos, a tal punto que muchos de ellos prefirieron colaborar con los conquistares peninsulares. Hay algo muy sospechoso en los indígenas que sobrevivieron a la conquista, porque está demostrado que la dominación española no hubiera podido darse sin la colaboración de muchos nativos. Solo Dios sabe si sobre muchos de sus ancestros pesa la ignominia sin nombre de la traición a su raza.

Es difícil comprenderlo y mucho más aceptarlo, pero está demostrado que la rueda de la historia se mueve con sangre. La guerra, la conquista, la dominación se albergan en el espíritu mismo del hombre. Así ha sido y así lamentablemente seguirá aconteciendo. Conocidos los perfiles guerreros de los actores del conflicto en América es difícil imaginar entre ellos un encuentro y una convivencia pacíficas. La fatalidad había dispuesto que a partir del siglo XV Europa y América tuviesen ese encuentro con su destino. Y no había alternativa: o eras español o eras indio.

Pero lo que no podemos olvidar cegados por el rencor histórico es que de ese choque de culturas y de pueblos nació una nueva raza. Porque al final, como sucede en todas las guerras, fueron más los nacimientos que las muertes. No somos ni indios ni españoles; somos americanos. Las dos sangres circulan vívida y atropelladamente por nuestras venas. Nuestros ancestros españoles e indígenas están presentes en la esencia misma de nuestro ser. La audacia, el valor, la alegría, la pasión, el afán de conquista y de guerra del español corren por nuestras venas, pero también el estoicismo, el valor para enfrentar el destino, esa paciencia infinita de la raza indígena para aguardar mejores días. Y ¿por qué no? También su fiereza y su odio ancestrales. Colombia se distingue como tal vez ningún otro pueblo americano por esa confluencia de características anímicas que han contribuido a su desarrollo, a su progreso, a su crecimiento imparable, pero también al choque constante entre hermanos y al odio salvaje que ha alimentado las luchas intestinas que nos han dividido y desangrado desde el principio mismo de nuestra historia.

¿Vamos a cambiar el pasado destruyendo una estatua? ¿Una estatua que ya es el referente de una ciudad? ¿Y cuál pondríamos para reemplazarla? ¿Otro personaje pintoresco? ¿Sembraríamos un árbol? ¿ Nativo?

Aprendamos de España, que sufrió en carne propia durante más de ocho siglos la dominación de los moros y que al expulsarlos no destruyó la Giralda, ni la Alhambra, ni muchas otras mezquitas construidas durante su dominación porque entendió que esos preciosos monumentos eran el testimonio mudo de su historia. Porque ese episodio forjó a su pueblo y le dio características únicas. Porque como la epopeya del mundo, la suya fue también una gesta de lucha, de conquista, de dolor, de dominación… y de victoria.

Miremos el pasado como un referente de la gran gesta que nos precedió; del sufrimiento inmenso del que somos originarios; de lo que somos capaces de resistir y sobre todo, de lo que somos capaces de hacer para descubrir y conquistar mejores días para nuestro pueblo. Porque al final después de tanto dolor, de tanta injusticia, no fue la fuerza de la espada la que forjó nuestra historia sino la fuerza del amor, la unión de dos razas. Por nuestras venas circulan unidas la fiereza, la sabiduría, la audacia, el valor… y la alegría de quienes nos antecedieron. Esa mezcla nos hace diferentes, soberbios, únicos.

Indios y mestizos tenemos hoy el deber y la oportunidad única de crecer y luchar unidos para hacer grande a nuestro país, para contribuir al bienestar de toda la comunidad. Parquearnos en el rencor histórico de acontecimientos pasados mantiene abierta la herida de acontecimientos que no pueden dar marcha atrás, que nos impiden ver con claridad las posibilidades del presente. Pero por sobre todo, añadimos otro motivo de odio y de resentimiento entre hermanos y un pretexto más para multiplicar los conflictos que desangran a nuestra martirizada patria.



Laguna de Yaguarcocha

“Por 1487, esta región -habitada entonces por los Caranquis- fue dominada por el Inca Huayna-Cápac. Para evitar enfrentamientos, los Caranquis fingieron someterse, pero una noche, mientras el Inca y sus orejones descansaban plácidamente entregados al ocio y al festín, fueron asaltados impetuosamente por los Caranquis quienes ocasionaron una terrible mortandad, poniendo en peligro inclusive la vida del mismo Inca.

“La reacción de Huayna-Cápac fue terrible, iniciándose entonces terrible y sangrienta batalla que culminó con el triunfo de inca conquistador.
“Una vez declarada la victoria en su favor, Huayna-Cápac no puso término a su venganza, e hizo pasar a cuchillo a todos los varones capaces de tomar las armas... El lago apareció entonces a la vista de los indios como un mar de sangre, y aterrados le apellidaron Yaguar-Cocha, nombre con el cual se conoce hasta ahora» (F. González Suárez.- Historia General de la República del Ecuador, tomo I, p. 76).
Yaguarcocha, el nombre indígena de esta laguna, que se ha conservado hasta la actualidad significa «Lago de Sangre»- se deriva de las raíces quichuas Yaguar=sangre y Cocha=lago.

Y aquí otro pequeño apunte en referencia a las “idílicas” tribus de indígenas que poblaron el Valle del Cauca:
“…La tribu o tribus más numerosas de la parte occidental de la llanura eran las que tenían de jefe principal a pete o petecuy, que habitaba en terreno elevado y tenía en su vivienda más de cuatrocientos cueros de indios colgados, llenos de ceniza, cuya carne había sido manjar en la corte del cacique. En otras casas ostentaban tales trofeos en menor número ; eran de los enemigos vecinos y tenía mayor mérito el indio que más gente hubiera matado. Las mujeres participaban de esas luchas y de esos festines, y si eran de los vencidos, su carne servía de manjar…” .
Gómez A. Historia de Cali- Ediciones Andinas




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