miércoles, 26 de enero de 2011

Árboles para la vida


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Árboles para la vida

Esta
es la primera época que ha prestado tanta atención al futuro, lo cual no deja de ser irónico, ya que tal vez no tengamos ninguno.
Arthur Charles Clarke

 Al observar el profundo deterioro que hemos inflingido a la naturaleza y lo limitados que resultan nuestros esfuerzos particulares para revertirlo, me reafirmo en la tesis de que el medio ambiente es una prioridad de tal magnitud para el futuro de la especie humana que su protección no se puede dejar al arbitrio de voluntades individuales.

Hoy, una noticia originada en el Brasil viene a reforzar este concepto. Está a punto de discutirse en el Parlamento una ley por la cual los brasileños tendrían que plantar árboles para casarse, divorciarse, comprar automóvil o construir vivienda.
 
Por ejemplo, si una pareja decide contraer matrimonio, deberá primero sembrar 10 árboles. Pero si las cosas salen mal y deciden divorciarse, esta ley les obligará a sembrar 25 árboles. Algo similar se contempla en el proceso de adquirir un vehículo. Se calcula que tanto los planes de vivienda como los de los automóviles aportarían cada uno sesenta y cinco millones de árboles por año.

Esta revolucionaria “Ley del árbol” no es todavía una realidad; deberá ser sometida a estudio y luego recibir la votación favorable del Congreso brasileño. Pero su solo enunciado dice bien de la preocupación mundial por la deforestación y por todo lo que esto conlleva.

Los árboles son mucho más importantes de lo que cualquiera pudiera imaginar: restauran los manantiales que se han secado hace tiempo, impiden la erosión del suelo y crean fertilizantes que aumentan las cosechas; protegen contra los vientos y frenan la propagación de las dunas en el desierto, proporcionan alimento para la población de las zonas rurales y de las ciudades, sirven de forraje para el ganado y atraen los insectos que polinizan los cultivos; algunos producen madera para la construcción y aceites naturales como combustible y otros tantos sirven para producir medicamentos que sanan el cuerpo y aceites esenciales para dar reposo al alma; adornan las barriadas, el campo, las grandes avenidas, proporcionan sombra, oxígeno y placer. Refrescan la tierra. Pero la trascendencia que tienen hoy los árboles para el planeta es mucho más que todo eso: es vital. Porque todos ellos extraen CO2, dióxido de carbono de la atmósfera tornándonos así menos vulnerables a los efectos del cambio climático.

El cambio climático… la mayor amenaza que se cierne sobre la humanidad. Para comprender mejor la gravedad de lo que esto significa es interesante observar las fluctuaciones climáticas a las que se ha visto expuesta la Tierra en sus 4.600 millones de años de historia.

Algunas épocas de la Era Mesozoica han sido de las más cálidas que se tenga constancia fiable. Y no obstante, en ellas la temperatura era solo de unos 5 grados centígrados más alta que la actual. La diferencia de la temperatura media de la Tierra entre una época glacial y otra como la actual es solamente de unos 5 ó 6 grados centígrados. Aunque nos parezca mentira, diferencias tan pequeñas en la temperatura media del planeta son suficientes para pasar de un clima con grandes casquetes glaciares extendidos por toda la Tierra a otro como el actual. De ahí el temor de los científicos y gobernantes del mundo a modificaciones relativamente pequeñas de la atmósfera, como las que se tienen pronosticadas y que cambiarían la temperatura media del planeta en unos 2 ó 3 grados centígrados. Este fenómeno desencadenaría transformaciones dramáticas en la Tierra y en nuestro sistema de vida.

Y por qué ayudan los árboles a contrarrestar esta amenaza? Porque para realizar su proceso de fotosíntesis los árboles requieren el CO2 o dióxido de carbono, causante junto con otros gases producidos por la actividad humana del efecto invernadero. Este particular beneficio los torna tan valiosos para el planeta que la ONU organizó este año una campaña con el fin de sembrar mil millones de árboles alrededor del mundo. La respuesta ha sido tan positiva y se ha superado tan rápido ese primer objetivo que para el 2009 la meta es sembrar ¡siete mil millones de árboles.
En las ciudades las personas nos hemos acostumbrado a la comodidad y a desechar todo lo que nos causa molestias. El árbol, a pesar de todas sus bondades, origina como todo ser vivo, algunos trastornos. Su follaje obstruye las canales en los techos, ensucia las calles, complica las redes de luz y de teléfono; sus raíces levantan el pavimento, destruyen las aceras. Muchas son las personas que ante cualesquiera de estas circunstancias optan por el camino fácil de suprimir el árbol o los árboles que se encuentren en sus propiedades. Es por esto que hay que tratar de crear estímulos especiales para aquellos que decidan conservarlos e incrementarlos. Uno de estos estímulos podría ser la rebaja en los impuestos sobre sus viviendas de acuerdo al número de árboles que en ellas se encuentren. Y algo similar podría también hacerse con los barrios de acuerdo al número de árboles de sus parques.

La salud de éste, nuestro único e insustituible hogar en el universo es hoy por hoy nuestra mayor prioridad. Los ciudadanos tenemos la obligación de respetar y cuidar nuestro entorno, y los gobiernos, de legislar con diligencia e imaginación para proteger y recuperar la naturaleza, porque el principal deber de esta generación es luchar por legarle un planeta sano y habitable a las nuevas generaciones. Como bien dice un antiguo refrán indio: La Tierra no es una herencia de nuestros padres sino un préstamo de nuestros hijos.

La pregunta no obstante es: ¿Estamos todavía a tiempo de reparar el daño causado al planeta, o habremos llegado ya al punto de no retorno?




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La carne, ese viejo enemigo del hombre





A mediados del siglo XX -ayer no más- la situación del planeta y las costumbres del diario vivir eran muy diferentes de las actuales. No eran por ejemplo, conocidos todavía -por el común de la población- los triglicéridos o el colesterol, y no existía tampoco demasiada preocupación por el sobrepeso o la dieta. Nunca nadie te decía en una invitación “No puedo comer esto o aquello porque tengo el colesterol o los triglicéridos altos”, o “porque estoy muy gorda (o)”, o “porque ayer empecé la dieta de Perucho”. No. Esos pensamientos no perturbaban a nadie por aquellos días.

Las personas no sufrían derrames cerebrales o infartos; a lo más, “patatús”, “cólicos misereres” o indigestiones agudas. Fue esa una época verdaderamente feliz, precisamente porque éramos absolutamente inconscientes. Acababa de concluir la Segunda Guerra Mundial y parecía que el espectro de la guerra había sido definitivamente abolido del planeta; los problemas ambientales ni siquiera se avizoraban; el calentamiento global era todavía ciencia ficción, y los recursos de la Tierra, aparentemente inextinguibles.

Me cupo la suerte de nacer y crecer precisamente en esa época; un instante del mundo desprevenidamente feliz. En cuestiones de nutrición, nada parecía ser nocivo En los almuerzos y comidas la invitada de honor era la carne; de res o de cerdo, guisada en mil preparaciones; todas exquisitas y apetitosas. Las sopas requerían por lo menos cuatro o cinco libras de costilla o de hueso blanco o carnudo. No habían llegado todavía a las cocinas las rápidas ollas a presión ni los concentrados de gallina. Los caldos hervían y hervían por horas, y horas, durante toda la mañana. Al final, las carnes quedaban tiernas y jugosas (¡una delicia!), y en el exquisito condensado, resultante de ese prolongado hervor mi madre preparaba unos opíparos caldos “levantamuertos” que hacían las delicias de toda la familia. De esas cálidas y amables costumbres de la niñez conservé por años una fuerte tradición carnívora.

No obstante, y a pesar de tan maravillosos recuerdos, el tiempo y la llegada de los años lograron persuadirme que un tipo de dieta semejante a una edad en la que el ejercicio se había reducido significativamente, no le hacía ningún bien ni a mi travieso corazón, ni a mis congestionadas arterias. Y así, de forma paulatina, los deliciosos bistecs, los asados, los hígados encebollados, las sopas y demás potajes preparados con suculentas piezas de carne fueron quedando relegados para muy especiales… y espaciadas circunstancias.


Muchos de mis contemporáneos adoptaron también similares medidas correctivas en sus hábitos alimenticios y me parece que esa es la tendencia actual de la mayor parte de la población. Sin embargo, creo que es tiempo de que todos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, nos concienciemos de que este problema no es solamente un asunto particular de nuestras arterias, ni de un grupo reducido de personas de edad: ha llegado el momento de entender que el consumo desmedido de carne es una grave amenaza para la humanidad.

Un nuevo informe de la FAO señala que la producción pecuaria es una de las causas principales de los problemas ambientales más apremiantes del mundo: el calentamiento del planeta, la degradación de las tierras, la contaminación atmosférica y del agua, y la pérdida de la biodiversidad. El informe estima que el ganado es responsable del 18% -un porcentaje mucho mayor que el del transporte- de las emisiones de gases que producen el efecto invernadero debido a la fermentación entérica y de óxido nitroso del estiércol, uno de los gases más nocivos entre los que generan el calentamiento global y cuyos efectos son 296 veces mayores que los del bióxido de carbono. Por otra parte, el pastoreo ocupa ya el 26% de la superficie terrestre y la producción de forrajes requiere cerca de una tercera parte del total de la superficie agrícola. Un 70% de los bosques amazónicos se usan como pastizales, y los cultivos forrajeros cubren una gran parte de la superficie restante. El número de animales criados para consumo humano también representa un peligro para la biodiversidad de la Tierra ya que el ganado constituye un 20% del total de la biomasa animal terrestre y la superficie que ocupa hoy en día era antes hábitat de muchas especies silvestres.

En este, como en otros temas, debemos ser conscientes de que nuestro propio bienestar no puede ir en contravía del bien común y que la salud del planeta requiere que modifiquemos muchos de nuestros hábitos. Con el incremento de la producción pecuaria en el mundo nos enfrentamos a una seria amenaza contra el medio ambiente, bombardeado ya de múltiples formas por el desmedido avance de la tecnología y el “progreso”. Varios gobiernos del mundo están legislando ya a este respecto. Por ejemplo, en la aplicación del estiércol a las tierras de cultivo y a los mismos potreros se debe tratar de reducir al mínimo la contaminación del agua, evitando utilizarlo cerca de los arroyos y pozos al igual que en aquellos cultivos de verduras y hortalizas que no requieran cocción. Y como éstas, otra serie de medidas encaminadas a disminuir los riesgos de esta actividad.

La solución no es acabar definitivamente con la ganadería, la porcicultura y hasta con la avicultura y convertirnos en vegetarianos a rajatabla. No. Pero es indudable que el tema del medio ambiente nos compete a todos y que debemos actuar con gran responsabilidad en todos los órdenes porque no hacerlo es un grave acto de inconsciencia. El mundo del mañana es el mundo que legaremos a nuestros hijos y nietos y su bienestar dependerá de lo que construyamos o destruyamos en este momento.



Para concluir, creo que no es descabellado afirmar que ese viejo enemigo del hombre, la carne, ha cobrado vigencia, y que su desmedido consumo representa un peligro evidente no solo para nuestra propia salud, sino también para la salud y para la supervivencia del planeta.

Ya no se trata de si podemos hacer algo para evitar el calentamiento global, sino, de si podemos darnos el lujo de no hacer nada.


Leonor Fernández Riva



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martes, 25 de enero de 2011

¿ Por qué existen tan pocas mujeres escritoras?


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 Una  pregunta que tiene cierto tufillo machista, ha provocado un interesante  y polémico debate entre los asistentes a un taller de literatura del que hasta hace poco yo también formé parte. Por esta circunstancia y porque por el hecho de ser mujer y escritora el tema me toca  directamente, han surgido en mí las siguientes reflexiones.
¿Por qué existen tan pocas mujeres escritoras?

Como es apenas natural ante un planteamiento semejante que contiene el veneno de una respuesta incluida, no se han hecho esperar los  comentarios  sardónicos de  quienes se placen en  achacar tan escuálido conteo  a características superficiales  atribuidas  solamente  al  género femenino.  La  conclusión  es evidente: las mujeres no tenemos  la suficiente capacidad para destacarnos  en la literatura. Es más, nuestra verdadera afición  es hablar. La oralidad  (y no la escritura) es nuestra auténtica  vocación. 
Llegar a tan fácil y “obvia” conclusión no es, sin embargo, gratuito.  Las comparaciones son siempre antipáticas,  pero todos somos susceptibles de padecerlas. Como por ejemplo en el caso de  aquella mujer que un día le pregunta a su esposo: “Mi amor, ¿crees que soy  bonita?” Y este le contesta: “¿Comparada con quién?”.

Sí, amigos (y me dirijo a mis amigos del género masculino), el problema estriba en que no solamente las mujeres obtenemos resultados negativos al ser comparadas. Los hombres también pueden salir mal parados en este tipo de comparaciones.

Pero, no. No se pongan nerviosos,  no voy a entrar en honduras. El tema que nos compete es la literatura. 
 
 Pues bien. Aquellos  de ustedes que  hayan tenido la oportunidad de adentrarse en las estadísticas de los premios Nobel concedidos por la Academia Sueca pueden dar fe de sus interesantes resultados. Allí, quienes se llevan  la palma  son sin lugar a dudas los judíos con ¡173 galardones en todas las especialidades y 10  en literatura!  Sorprendente, ¿verdad?  Y es que, amigos, mientras la inteligencia promedio de un europeo es de 100 puntos de CI, los judíos -según ha sido comprobado en pruebas científicas- tienen una inteligencia promedio  de 107.5 a 115 de CI.  Einstein, Marx y Freud son prueba evidente de este aserto.  
Del CI de los latinoamericanos creo que todavía no se ha realizado  ninguna evaluación. Sin embargo, el siguiente dato quizá nos dé algunas pistas.¿Saben ustedes, ¿cuántos premios Nobel de literatura se han quedado en América Latina? ¡Seis!  Si, amigos, pinches seis premios nobel. Y uno de ellos, como bien lo saben, fue otorgado a una mujer. No hay punto de comparación. Propongo, pues, otra pregunta: ¿Por qué en América Latina hemos ganado tan pocos premios Nobel en Literatura?  ¿O será quizá que no solamente a las mujeres sino también a nuestros hombres latinos  les gusta más hablar que escribir?

Me dirán que hay muchos factores que justifican estos resultados. Sí, estoy de acuerdo; pero también hay muchos otros que justifican las  cifras obtenidas en el  conteo de las  mujeres escritoras.

Imposible ignorar las difíciles circunstancias que hemos debido vivir las mujeres a través de la historia. Quienes nos precedieron no tenían acceso a la educación ni a la escritura, llevaban la peor parte en las guerras, sufrían esclavitud, violaciones, mal trato y eran vistas solo como fuente de placer y de procreación. Durante siglos se dudó  hasta de que tuviésemos alma y, por supuesto,  la literatura, la espiritualidad y hasta el placer nos estaban vedados.

 Aun en  la actualidad la vida de miles de mujeres es similar a la que vivían en la Edad Media;  muchas hermanas nuestras se ven obligadas a vivir detrás  de esas cárceles de tela llamadas burkas; otras, deben sufrir la castrante circuncisión  femenina; cientos son violadas  y maltratadas alrededor del mundo;  otras son lapidadas por mirar a un hombre distinto a su esposo y millones más deben enfrentar la dura carga de su hogar como cabezas de familia.

A principios del siglo pasado, Virginia Wolf -lejos de cualquier dogmatismo o presunción y desde un punto de vista realista, valiente y muy particular-   se preguntó: “¿Qué necesitan las mujeres para escribir buenas novelas?” Y dio una sola respuesta: “Independencia económica y personal”, es decir, Una habitación propia, el título del libro que estaba presentando. La sensible escritora supo analizar muy bien en esta obra la dificultad  que entrañaba  ser mujer e intelectual  en una sociedad como la inglesa, rodeada de niños, de servicio, de gente, de ruido; sin privacidad, sin un espacio propio donde poder recogerse en silencio y sigilo,  para dar rienda suelta a su inspiración  y a sus sentimientos. Corría el año 1929. Sólo hacía nueve años que se le había concedido el voto a la mujer y aún quedaba mucho camino por recorrer.

Muchas cosas han cambiado desde entonces. El divorcio, el derecho al voto, la píldora, los alimentos elaborados, los adelantos de la ciencia y la tecnología,  el acceso a la universidad y a trabajos antes exclusivamente masculinos, son conquistas modernas que han  brindado  a muchas de nosotras no solo descanso, comodidad y libertad económica, sino también  nuevos y sorprendentes horizontes.

Y sin embargo, la misión más grande de una mujer, la que le sigue deparando más satisfacciones sigue siendo la de dar amor. Una misión que no ha sido valorada en toda su magnitud. Suele decirse que detrás o al lado de un hombre hay una gran mujer. Generalmente se piensa que esta mujer  es su esposa, amante o compañera. En muchos casos es así, desde luego. Pero a mí me gusta pensar que esa mujer es la madre. Esas madres  que  con una labor  de años, callada y poco reconocida, han  formado el corazón y la mente de cientos de hombres y  escrito en su  espíritu con tinta indeleble  lo que serán en el mañana. Me pregunto, cuántos de nosotros hubiésemos preferido tener en vez de madres solícitas y amorosas, estupendas escritoras que poco o nada se preocuparan por nuestro bienestar. Ninguno, ¿verdad?

Hoy, sin embargo,  las cosas están cambiando. En nuestra alma generosa se ha filtrado sutilmente el fantasma del egoísmo. Las mujeres hemos empezado a pensar más en nosotras, en nuestra realización, en nuestra carrera, en nuestra independencia, en nuestro propio espacio personal, en nuestro placer y  bienestar. El hogar y la familia han ido pasando imperceptiblemente a segundo plano. Sí. Ahora podemos gozar mucho más de la vida y sobre todo, de un ambiente mucho más propicio para destacarnos en cualquiera de nuestras profesiones.

Me atrevo a asegurar que en el futuro habrá decenas de escritoras, de buenas escritoras,   y de mujeres sobresalientes en todos los órdenes, pero seguramente también, muchos niños con una infancia poco feliz. No puedo evitar preguntarme: ¿ Quién es más necesaria: ¿una madre o una escritora?

Muy probablemente, en unos pocos años, las cifras de mujeres escritoras que dieron  origen a este artículo se incrementarán, pero mucho me temo que no por eso será mejor ni más feliz la humanidad.

La pregunta que motivó estas reflexiones estuvo,  me parece,  mal formulada. La verdadera pregunta debió haber sido:
          ¿Por qué especie de  sorprendente milagro ha habido en el mundo tantas mujeres escritoras?

Jorge Luis Borges junto a su madre, Leonor Acevedo Suárez
               
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