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Leonor Fernández Riva
Debo empezar pidiendo disculpas a mis lectores por tocar un tema tan banal en momentos de tanta desgracia nacional, pero sucede que nuestro país tiene muchas facetas pintorescas como la que reseño que persisten en medio de las más grandes tragedias. Como solía repetir, admirado, un amigo gringo que alguna vez me visitó: “¡That's the life in the tropic!”.
Pues bien, como todos sabemos, en Colombia somos muy dados a los concursos de belleza. Los hay de todo tipo e importancia y desde las más pequeñas veredas hasta las grandes capitales son escenario de estos galantes eventos.
Cada año, en la conmemoración de la declaración de independencia de Cartagena, ocurrida el 11 de noviembre de 1811 –cuatro años antes del trágico sitio-, se realiza en la Ciudad Heroica la elección de señorita Colombia.
Como es ya tradicional, varias semanas antes del certamen llueven los comentarios acerca de las características y defectos de las diferentes candidatas: que si aquella debe trabajar más su cuerpo, que si esa otra tiene demasiada celulitis, que si la de más allá no sabe caminar, que si estita no fotografía bien, que si esotra tiene demasiada cadera o muy pocas curvas y en definitiva, que quién animaría a unas cuantas a participar en el concurso.
Para quienes no estamos acostumbrados a este tipo de críticas, las crudas observaciones de los periodistas de farándula encargados de reseñar el evento pueden resultar ofensivas y rayanas en la crueldad. Parece por demás injusto exponer a chicas tan jóvenes a semejante censura, pero hay que admitir que al acceder a participar en este tipo de lides ellas saben de antemano a lo que se exponen y aceptan de buen grado -al menos así aparentan- este tipo de cuestionamientos. El concurso es una vitrina y el elogio y la reprobación, parte del juego.
Y es que con las participantes en un concurso de belleza ocurre algo similar a lo que sucede con un escritor cuando publica un libro. Al poner su obra en manos de sus lectores debe acogerse con ánimo prudente a los reconocimientos y elogios (si los hubiera), y con gran estoicismo, a la crítica feroz y descarnada de los comentaristas literarios. O lo que es peor: a su indiferencia. Un verdadero salto al vacío.
En la elección de Señorita Colombia se evidenció esta vez una general frustración. La elegida no concordó para nada con las cábalas no solo de los entendidos sino también del pueblo raso que se guiaba mayoritariamente en sus preferencias por las apariciones de las candidatas en la pantalla de sus televisores.
Cabe acotar aquí que por regla general las decisiones de los jurados de todos los órdenes suelen ser impredecibles (si lo sabré yo que de cuando en cuando envío “magníficos” cuentos a diversos concursos literarios y obtengo como única respuesta un oprobioso silencio). Pero los jurados realmente impredecibles no son, como algunos creerían, los miembros de la Corte Suprema de Justicia, por ejemplo, sino los de nuestros concursos de belleza. El desenlace de esta elección de Señorita Colombia es prueba evidente.
En esta ocasión -y luego de ser coronada- la nueva y sorprendida soberana atribuyó su inaudito triunfo a la decidida participación de la Virgen Santísima y de Nuestro Señor quienes, según sus propias palabras, “estuvieron siempre a mi lado”. Tal parece que en las esferas celestiales el concurso de Cartagena alcanzó esta vez un rating indiscutible. Las inundaciones, derrumbes y catástrofes ocurridos a lo largo y ancho del territorio colombiano debieron de pasar a segundo plano dada la trascendencia del encumbrado evento.
Debo aclarar aquí que no tengo nada en contra de los reinados de belleza. Todo lo contrario. Colombia, como todos los países del globo, aspira con todo derecho a tener entre su población femenina a las mujeres más bellas del mundo. Algo así como lo que sucedió con nuestro himno nacional, que en algún concurso que desconozco sacó el segundo lugar en aceptación musical después de la Marsellesa.
Es más, no solo no tengo nada en contra de los reinados, sino que no me parece justo exponer a las candidatas a preguntas como “¿qué borraría usted de su pasado?”, formulada en un reciente concurso a una jovencita de diecinueve años que, como es de suponer, y recién empezando a escribir su historia, no tenía todavía nada que borrar. Y a propósito de estas preguntas y respuestas, en un reciente concurso mundial la bella candidata de Panamá definió así en televisión para el mundo entero quién fue Confucio: “Un sabio japonés chino muy antiguo que inventó la confusión”.
Un desaguisado sí, pero me pregunto: ¿Tienen estas sorprendentes y graciosas respuestas alguna importancia? Pienso que no. Las participantes en los concursos de belleza están allí por su frescura, por su juventud, por su hermosura, no por sus conocimientos ni por su inteligencia y mucho menos por su cultura. Son especímenes bellos y llenos de gracia. Chicas muy jóvenes a las que no se les puede exigir más que belleza y juventud porque no tienen todavía experiencia ni en lo profesional, ni en lo literario ni en lo cultural. Los que verdaderamente demuestran ignorancia y poco sentido de la realidad son quienes en vez de preguntarles acerca de sus preferencias musicales, su comida preferida, el cantante de moda o sus habilidades con el reggaetón, les formulan semejantes interrogantes.
Pero si, como creen algunos, de lo que se trata es de elegir mujeres con una cultura sobresaliente y opiniones certeras y sesudas, los organizadores del concurso deberían reclutar a las candidatas en ámbitos como el político o el literario, aunque, como es apenas lógico suponer, al realizar esta variante el concurso perdería no poco de frescura, belleza y juventud.
¡Ah, los pintorescos reinados de belleza suramericanos! Frutos todos de nuestra idiosincrasia caribeña y de una pertinaz tendencia a fungir de vasallos y revivir pasadas monarquías y señoríos.
Y sin embargo, y contrario a lo que algunos pudieran suponer, en este embeleco de los concursos no estamos solos pues en la actualidad se realizan este tipo de certámenes hasta en la enigmática China.
Existe, no obstante, un concurso que me sorprendió y que creo supera en expectativas y en singularidad a todos los demás. El pasado 14 de noviembre se realizó en Hungría, en medio de un espectáculo exclusivo y extraordinario, el certamen de belleza “Mis Mafia 2010”, en el cual las participantes debían sine qua non demostrar fehacientemente que eran delincuentes, que habían estado alguna vez encarceladas y que tenían conexiones con el mundo criminal.
Para tener una idea de las joyitas que participaron en dicho concurso, esta fue la respuesta que con gran desparpajo dio una de ellas a la pregunta ¿qué haría usted si ganara la corona?: “Si gano el concurso tengo claro que nunca voy a luchar por la paz en el mundo ni por ayudar a los niños” (¡¡!!). La triunfadora del controvertido concurso acudirá luego al Mis Mafia Universo que organiza la Yakuza japonesa en Tokio.
Dadas nuestra experiencia en este tipo de eventos galantes, la elevada población femenina de nuestras cárceles, el carácter angelical de nuestras reclusas y los pésimos resultados obtenidos en los recientes certámenes mundiales de belleza pienso que en un futuro cercano podríamos brindar un aporte interesante al Mis Mafia Universo, concurso en el que muy probablemente sí obtendríamos excelentes resultados.
¿No lo creen ustedes así, amables lectores?
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