jueves, 25 de febrero de 2010

Margarita, la dama de los perros

***

Es tan acelerado el ritmo de vida que llevamos actualmente, estamos tan inmersos en nuestros problemas y en la búsqueda de nuestro bienestar personal, que ni por un momento prestamos atención a los dramas humanos que acontecen cerca de nuestros ojos.

Poco a poco nos hemos ido acostumbrando a observar con indiferencia el desamparo y la pobreza extrema. Hasta hemos acuñado un vocablo despectivo para designar a esos seres que a manera de escoria de la sociedad van surgiendo en los barrios como de la nada y poblando nuestros parques, nuestros puentes, la oscuridad y abandono de nuestros lugares públicos.


Margarita es uno de esos seres marginados irremediablemente de la sociedad. Una sociedad que no le ofrece ninguna solución. “La vieja de los perros” la llaman quienes la ven recorrer las calles con sus fieles amigos, pero yo he preferido llamarla “La dama de los perros”.

La tildan de huraña y malas pulgas. No le faltarían razones para serlo, pero después de conversar cordialmente con ella en el Parque Versalles no pude menos que conmoverme por su valentía y estoicismo ante la infinita miseria de su situación, agravada por el peso inmisericorde de los años.

¿Cómo la conocí? Pues bien, aconteció que una mañana y como era mi costumbre fui al parque del barrio Versalles a realizar mi caminata diaria. Terminé mi marcha abrazada por unos minutos a una corpulenta ceiba. Existe la creencia de que al abrazar un árbol éste nos transmite su energía, y tengo buenas razones para pensar que esta afirmación responde a la verdad.

Al terminar mi ecológico abrazo observé que una anciana menesterosa sentada en el filo del parterre de flores me miraba fijamente. Seguro debí de parecerle otra loca más. El cuadro de esta pobre anciana con sus tres perros y unos cuantos bultos repletos de miseria me conmovió. Me acerqué a ella con una sonrisa cómplice.

-¡Hola! –le dije a modo de saludo- ¡Pensará que estoy loca!- y me apresure a agregar -¡Nooooo, no se imagine eso! ¿Sabe que es bueno abrazar a los árboles? Nos transmiten su energía.

La anciana escuchó mi explicación con gesto vagamente indiferente pero no rechazó la conversación. Mi encuentro con la naturaleza empezó a dar resultados. Uno de sus perros se acercó a olisquearme moviendo amigablemente su cola.

-¡Hola! ¿Cómo te llamas, campeón? –le dije sin atreverme a tocarlo.

-Parche- dijo la anciana escuetamente.

-¡Claro! ¿Cómo no lo adivine? – repuse a modo de asentimiento -¿Quieres ser mi Parche? – agregué rascándole superficialmente la cabeza al gracioso perro -¿Y ustedes, mis parches, cómo se llaman? – les pregunté también a los otros dos canes que ya estaban a mi lado reconociéndome olfativamente.

La anciana perdió un tanto su inicial indiferencia y aprensión. Hablar de sus perros pareció gustarle. Siempre me han parecido más vivaces y simpáticos los perros de la calle que los de pedigrí, y los de la anciana, a pesar de su evidente falta de raza, poseían una gracia especial. Conmovida, observé durante unos minutos cómo Parche, Bruno y Lucas saltaban y correteaban alrededor de la anciana obedeciendo la señal de su mano.

Reparé en ese momento en la chica que cada mañana asaba sus deliciosas arepas en una esquina del parque. Me dirigí hacia allá seguida por Parche que ya se había hecho mis amigo. Compré unas cuantas arepas y dos vasos de café. Aunque recelosa al principio, la anciana aceptó mi invitación a compartir las viandas al observar la expresión ansiosa de sus perros. En un silencio deleitoso, ella, sus perros y yo disfrutamos por unos instantes el grato sabor de las arepas acabaditas de asar y nosotras dos, del tinto calientito.

Vencida ya su resistencia, me contó que su nombre era Margarita. No se acordaba o no quiso acordarse de su apellido.

-Aunque no me crea, mi familia tenía buena posición –me dijo, con un imperceptible timbre de orgullo en su voz -. Mi madre me cuidaba… Yo fui una chica “bien”, y hasta bonita –y enfatizó - : Una dama como usted.

Ese último comentario me aguó los ojos. Me animé a preguntarle su edad, pero, como si todavía conservara un último atisbo de coquetería femenina, se negó a decírmela. “Quizá 70 ó 75”, pensé. O quizá muchos menos. Imposible saberlo.

Me contó que fue casada, que su marido la abandonó y que tiempo después su familia tampoco quiso saber más de ella. Poco a poco, de desgracia en desgracia y casi sin darse cuenta, pasaron los años y llegó a esa cruel realidad.

Solía decir mi madre que “la vejez es una caricatura de la vida”, y pienso que en este caso al dicho le sobraría razón porque cuando la vejez tiene el rostro de una mujer indigente es doblemente patética. Si alguna vez -tal como Margarita me confió- hubo algo ordenado, pulcro, seguro y previsible en su vida, eso quedó ya para siempre en el pasado. Quién sabe cuándo fue la última vez que pudo darse un baño decente, cambiarse de ropa, comer algo caliente y limpio. Y no obstante, a pesar de todas sus derrotas y claudicaciones, esta mujer conservaba todavía una chispa retadora en sus pequeños ojos negros y una gran fortaleza en su espíritu.

Con sus manos ásperas y llenas de pecas Margarita no dejaba de acariciar con ternura a sus tres perros.

-Mírelos - me dijo en determinado momento - están bien cuidados; la gente cree que el pescado es malo para los perros, pero yo alimento a los míos con huesos de pescado que me regalan y mire su piel, brillante y sedosa.

Tuve que admitir que era verdad.Repentinamente expresó-:

-Se me ha hecho tarde.


-¿Para qué? -le pregunté- No me respondió. Algo en algún lugar la reclamaba. O quizá se le acabó la paciencia.

Puse en su morral el poco efectivo que cargaba en ese momento y le aclaré:

-Para el desayuno de Parche mañana.

Me miró brevemente sin decir nada y se marchó despacio, sin despedirse, con sus dos pesados sacos de trapos y un tarro de plástico lleno de agua. Amarrados a una soga la seguían sus tres fieles escuderos; de seguro, más importantes para ella que cualquier ser humano. La vi alejarse y perderse entre los transeúntes que ya a esas horas de la mañana empezaban a poblar las calles y que al tropezarse con su miseria la esquivaban con una mezcla de repugnancia y temor.

En un resquicio interior, allá en los profundos y a veces inextricables recovecos del alma, envidié en ese momento la vida andariega y libre de Margarita y me cuestioné si no era también una sutil forma de alienación dejarse dominar mansamente por las opresivas ataduras de los convencionalismos y modas sociales.

Así como Margarita, hay muchos otros desdichados que conviven a nuestro alrededor en las calles y en los parques de nuestras ciudades sin que apenas reparemos en ellos. ¿Por qué llega un ser humano a ese estado de abandono, de claudicación con el medio y con la civilidad? Cada uno de estos hermanos nuestros, tiene seguramente su propia explicación, que no siempre es la más evidente.

Solemos pensar por lo general que tal vez un día cayeron en la trampa de la droga de la que ya más nunca pudieron retornar. En muchos casos es así, claro está. Ese estigma tremendo que en mala hora llegó a nuestro país hace ya tantos años ha destrozado vidas y familias, corrompido ciudadanos aparentemente honestos y convertido en criminales o guiñapos a miles de jóvenes y hombres inteligentes que muy bien pudieron haberse destacado como excelentes ejecutivos, empresarios o padres ejemplares, pero sobre todo como hombres de bien. Una gran parte de las familias de nuestro país soporta actualmente el drama de ver a uno de sus miembros sumergido en ese fango viscoso de la drogadicción, de donde solo unos pocos logran salir a flote.

En algún momento se creyó que cultivar y procesar la droga era algo inocuo, y que hacerlo perjudicaba únicamente a los ciudadanos del gran país del Norte adonde iba dirigida su producción. Ingenuamente, sí es que puede haber algo de ingenuo en este criminal negocio, se pensó que a los colombianos no nos iba a afectar. Y nos volvimos permisivos. Craso error. Nuestra juventud, fue cayendo poco a poco, contaminada también por su dulce veneno y hoy el problema de la drogadicción está unido indisolublemente al narcotráfico, a la miseria, al VIH, al fracaso y a esos cientos de parias, vergüenza de nuestra sociedad, que convertidos en “desechables” -el término cruel con el que se les ha calificado- deambulan sin rumbo y sin juicio por el camino tortuoso que les ha tocado recorrer.
Así como una fábrica se juzga en la actualidad por la contaminación que produce, así también una sociedad que genera esta gran masa de seres marginados debe ser analizada y cuestionada en sus más íntimas bases.

Como tantos otros menesterosos al margen de la civilidad y de la vida organizada, probablemente Margarita, la dama de los perros, continuará mientras tenga fuerzas recorriendo las calles y barrios de la ciudad en esa especie de periplo sin destino que la lleva a trasladarse de un lugar a otro en medio de una población indiferente que ve en ella únicamente un personaje pintoresco y tal vez peligroso con el que es mejor guardar distancia.

Para mí Margarita será siempre la valiente andariega cuyo valor, fortaleza y profundo desamparo me hicieron valorar infinitamente más los beneficios de los que tal vez injustamente disfruto y desechar muchos conceptos preestablecidos acerca de estos desventurados seres de la calle.

Su rompimiento absoluto con todas las normas sociales, el estoicismo para sobrellevar la dureza de su vida y compartirla generosamente con otros seres de la calle y su absoluto quemeimportismo acerca de su desamparo y de su futuro me hicieron recordar un pasaje de la guerra librada entre China y Japón durante los años 1937 y 1945. A pesar de la indudable superioridad militar de los nipones y de sus contundentes victorias, el pueblo chino no capitulaba y continuaba desde diferentes reductos dando la batalla. Su actitud les hizo exclamar a los japoneses desconcertados y furiosos: “¡Estos chinos no se acaban de rendir. Siguen peleando solo porque todavía no se han dado cuenta de que ya están vencidos!”. Margarita, afortunadamente, tampoco se ha dado cuenta de que ya está vencida. Y espero que eso nunca suceda.

Por un breve instante nuestros caminos se cruzaron, y aunque comprendo que somos solo dos desconocidas con realidades abismalmente diferentes y que quizá nuestros senderos nunca vuelvan a cruzarse, este fugaz encuentro con Margarita tuvo la virtud de hacerme comprender un poco más ese mundo paralelo, desconocido y desgarrador que antes apenas si vislumbraba y que convive dramáticamente con el nuestro, seguro y cálido, en las grandes ciudades de nuestra patria.



Lee también estos otros artículos en este blog
solo tienes que clikclear encima de cada uno de ellos para que se abran
***
***
***
***
***

3 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.

    ResponderEliminar
  2. Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.

    ResponderEliminar
  3. Mucho me complace leer tus textos.
    Y más este sobre la dama de los perros. Una fantasía, o sea qué bien que la entrevistaste.
    Abrazo,
    Ana María

    ResponderEliminar