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Leonor Fernández Riva
La muerte repentina del senador José Fernando Castro Caicedo ocurrida en el Congreso de Colombia el 8 de mayo de 2008 me hizo reflexionar en su momento en aquello que Milan Kundera denominó como “ La insoportable levedad del ser”. Según Buda las tres principales causas del sufrimiento del hombre son: la vejez, la enfermedad y la muerte. A través de los siglos la ciencia y la hechicería han dedicado todos sus esfuerzos a descubrir las fórmulas mágicas que logren prolongar la juventud, recuperar la salud y retardar indefinidamente la muerte. Inquieto por naturaleza, el ser humano intenta continuamente corregir y superar al supremo artífice y aunque muchas de las veces sus experimentos resultan atemorizantes e impredecibles, la ciencia ha llegado a un nivel tan sorprendente en materia de genética que muchas leyes de la naturaleza, patrones que parecieran inherentes a nuestra especie, están siendo cambiadas en los laboratorios. Probablemente seremos testigos en las próximas décadas de conquistas insólitas en el plano de la genética. Ya no resulta por ejemplo, tan utópico (ni tan vampiresco), pensar que nuestros hijos ( o nuestros nietos) podrían no morir jamás. Pero por el momento, esa todavía sigue siendo una quimera y todos los que nacemos a la vida debemos enfrentar con valentía el momento postrero de abandonarla.
En el caso del fallecimiento del senador fue lamentable, desde luego, que no hubiera existido en el Congreso un eficiente equipo médico para atenderlo, un descuido como para Ripley en un país que sufre tal grado de conflagración y violencia que no es de ningún modo aventurado pensar en atentados y heridos precisamente en tan estratégico lugar, eventualidades que de producirse no podrían tampoco recibir la adecuada asistencia médica. Nos hemos ido acostumbrado a improvisar; a que primero se produzca el hecho lamentable o la tragedia para empezar, allí sí, a tomar cartas en el asunto.
No obstante, y al contrario de quienes opinaron que de haber recibido un auxilio médico más eficiente el senador podría haberse salvado, creo más bien, que no haber recibido ese tipo de ayuda le salvó de haber quedado vivo, es cierto, pero convertido probablemente en un vegetal. Vivir por vivir no tiene sentido. Lo importante en cualquier caso es rescatar la calidad de vida de una persona. Cualquier médico puede ratificar que son muy pocos los casos de pacientes, sobre todo a una edad como la del senador Castro Caicedo, que se recobran completamente de este tipo de accidentes cerebrales. Ahí está, por ejemplo, el caso del ex primer ministro israelí Ariel Sharon quien falleció a los 85 años de edad el 11 de enero de 2013 a consecuencia de un fallo cardíaco después de haber permanecido ocho años en coma profundo y en virtual estado vegetativo. En mi familia tuvimos también un caso sumamente doloroso producto también de un accidente cerebral; algo desolador porque a pesar de la solícita y especializada atención que recibió nuestro ser querido, este nunca pudo recuperarse y falleció al cabo de dos años sin lograr volver a ser quien antes era.
Hay circunstancias que nos atañen intrínsecamente a todos quienes venimos a este mundo pero que reiteradamente procuramos soslayar albergando la esperanza de que por la intervención de algún factor milagroso no las experimentaremos en nuestra propia vida. Y esto ocurre con especial énfasis cuando abordamos el mortificante tema de la muerte.
¿De qué forma, en qué circunstancia nos llegará ese postrer e inevitable momento? Alguna vez le pregunté a mi yerno -connotado cardiólogo ecuatoriano- de qué manera le gustaría morir. Qué afección fatal escogería entre el amplio espectro de padecimientos que aquejan a los mortales para abandonar este mundo. Pero él, como muchos otros médicos a los que les hice similar pregunta, soslayó la respuesta. Desde luego, escoger un libreto para esa personal e ineludible circunstancia no garantiza que las cosas sucederán así, pero hacerlo es quizá un buen ejercicio de aproximación.
Cuando le preguntaron a Julio César (el cónsul romano) de qué forma le gustaría que fuera su muerte, respondió categórico: “Repentina”. Y cuando le preguntaron a San Agustín de Hipona cómo le gustaría encontrarla respondió: “En el fiel cumplimiento del deber”. Creo sinceramente que en el caso del senador que me inspiró este artículo, estas dos premisas se cumplieron y que su muerte fue envidiable tanto por haber sido repentina como por haberla encontrado en el fiel cumplimiento de su deber como congresista.
A pesar de lo ominoso que puede resultar para muchos imaginar cómo será ese encuentro final con nuestra postrera amiga, pienso que para algunos otros -entre los que me incluyo- ese encuentro final está cargado de expectativa y hasta de anhelo y que muy bien pudiéramos decir como Lope de Vega los versos de esa bella copla anónima que él transcribió:
“Ven muerte tan escondida, que no te sienta venir, porque el placer de morir, no me vuelva a dar la vida” .
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