lunes, 3 de enero de 2011

El incomparable valor de nuestra gente


Leonor Fernández Riva

Un aciago día la lluvia llegó para quedarse. Con sus manitas húmedas golpeó sin compasión y sin tregua los campos y pueblos colombianos; erosionó las montañas; enterró las viviendas, los sembrados, la vida; engrosó el cauce de los ríos, rompió las barreras que los contenían y el agua liberada y salvaje como en una trágica representación de El aprendiz de brujo cubrió sin piedad las existencias y los sueños de todos aquellos a quienes encontró a su paso.


 Al observar las patéticas imágenes de esta catástrofe sufrida por millones de compatriotas en ese desolador panorama que tiene desbordada a Colombia por causa de las inundaciones, el corazón se  estremece, pero al mismo tiempo se emociona  ante la ingenua alegría y vivacidad de miles de niños que parecen ajenos a su incierto destino. Niños que ríen y nadan en medio de esas aguas que han enterrado su futuro y el pasado de sus mayores, hombres y mujeres que con estoicismo y fortaleza afrontan esa tragedia indescriptible que en un solo día les robó su vida, su trabajo de años, su existencia toda.

Es la resiliencia,  una de las cualidades más grandes de nuestro pueblo. Una característica que ha permitido a los colombianos sobreponerse a grandes infortunios, a atroces masacres, a devastadoras catástrofes…

 Cuando escuché por primera vez la palabra resiliencia creí que estaba mal pronunciada. No alcancé a aquilatar en ese momento su verdadera dimensión; pero una vez entendí su significado y trascendencia, la elegí como una de las más esperanzadoras palabras de nuestro idioma.

El término resiliencia se origina en el verbo latino resilio y se emplea en física para caracterizar la capacidad de un cuerpo de resistir un impacto y conservar su estructura a pesar de ese impacto. La psicología ha adoptado este vocablo para significar la capacidad de una persona de superar uno o muchos golpes de la vida y crear a partir de ahí una tenaz resistencia a la adversidad que le permita conservar su estructura humana a pesar de las circunstancias.

En el libro La resiliencia, de la sicóloga Carmenza Mejía,  se habla del profundo valor que podemos observar en Colombia entre nuestra gente:  “…La persona que al ser desalojada de su pueblo lleva consigo como única pertenencia una planta florecida; el anciano que perdió todo en el desastre de Armenia pero que iza la bandera nacional sobre las ruinas de la que fue su morada; la niña que en el fragor de la guerra se devuelve a recoger su muñeca; la marcha de los indígenas paeces que armados únicamente con sus bastones de mando enfrentan a la guerrilla armada, decididos a morir si es preciso para obtener la libertad de su benefactor el ciudadano suizo Florían Bernedick, secuestrado por las FARC”.

En otro aparte de la obra se lee: “…En una encuesta publicada por la revista Semana  y realizada a niños de diferentes clases sociales entre seis y doce años de edad se encontró que nuestros niños aún creen en Dios; para muchos de ellos su padre es su personaje favorito; quieren jugar más; escogen a sus amigos por ser “buena gente”; privilegian el chiste y su proyecto de adultos es ser trabajadores y buenas personas. No hablaron de carencias; hablaron de valores”.

En las imágenes  de esta tragedia que tiene inundada a Colombia y que diariamente nos presenta la televisión podemos observar a los damnificados rescatando en canoas sus más preciadas pertenencias: colchones, estufas, pequeños televisores, menaje de cocina, cosas sencillas como su vida. No reniegan, no protestan. Aceptan con  estoica filosofía su destino y esperan con paciencia, en improvisados cambuches,  que baje el agua para volver a comenzar. Cuando un periodista preguntó a algunos de ellos qué era lo que más necesitaban, expresaron primero su agradecimiento por la ayuda que se les había enviado y pidieron solamente “agua potable”. “Vamos a ver qué pasa, dijo uno con expresión positiva,  y concluyó con una gran carcajada: “¡Mañana será otro día!”.

Es la resiliencia,  una singular característica de nuestro pueblo, un profundo sentido de identidad que nos permite afrontar la fatalidad y, pese a las dificultades, conservar nuestros principios y valores. Una gran fortaleza en medio del caos que nos hace afirmar con total seguridad que pronto vendrán días mejores. A los políticos, a los gobernantes ineptos y sobre todo a los corruptos les cabe una gran responsabilidad en la imprevisión y en las graves consecuencias originadas por este fenómeno de la naturaleza. La historia sabrá juzgarlos.  Pero en nuestra gente, en esa gente sencilla y valerosa se alberga la esperanza cierta de ver resurgir con más fuerza en un futuro cercano las poblaciones hoy anegadas.
En los actuales momentos, ¡qué sabias resultan las palabras de Estanislao Zuleta!: “… La grandeza de un pueblo no radica en no tener dificultades; radica en la forma cómo las afronta, y el pueblo que pueda vivir productivamente en la dificultad, es un pueblo maduro para la paz” . Y añado yo: Y para el progreso.

                                                          
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