
LAS PÓCIMAS DE LA INMORTALIDAD
Se fueron el padre, la madre, el amigo, el amante, el hermano; se fueron también el enemigo y el indiferente. Murió la vecina de los cabellos claros y el viejecito que detrás de la ventana frontal de su pieza contemplaba con aire absorto y cansado la lenta sucesión de los crepúsculos postreros. Se fue para siempre nuestra querida mascota. Murió el canario entre las zarpas de un gato pirata de la vecindad. Pero la cotidiana existencia continuó como si nada.
El dolor vive en cada cual, como una
atmósfera ineludible, en su doble condición de bruma nostálgica y premonitoria
fatalidad. Sabemos que tarde o temprano correremos la misma suerte de quienes
nos precedieron en la partida; que cada
día que pasa la distancia se acorta y se reduce en sus equívocas proporciones,
acercándonos a quienes se nos anticiparon. Y sin embargo, muy dentro de
nosotros mismos nos negamos a aceptar esa realidad. Nos gusta pensar que la
muerte es algo opcional; algo que no nos sucederá. Llevamos impresa en nuestra
alma el ansia de inmortalidad. Todos, de una u otra manera, estamos
influenciados por esa esperanza, aunque a veces no tengamos conciencia de ello.

Éstas, y muchas otras reflexiones, vinieron a mí luego de leer el ensayo de una compañera de taller en el que se trasluce ese temor inherente de los seres humanos por la vejez, la enfermedad y la muerte, tres grandes sufrimientos del hombre que propiciaron el despertar espiritual de Buda.

Éstas, y muchas otras reflexiones, vinieron a mí luego de leer el ensayo de una compañera de taller en el que se trasluce ese temor inherente de los seres humanos por la vejez, la enfermedad y la muerte, tres grandes sufrimientos del hombre que propiciaron el despertar espiritual de Buda.
A través
de los siglos la ciencia, la alquimia y
la hechicería se han empeñado en encontrar las fórmulas milagrosas para
prolongar la juventud, recuperar la salud y retardar la muerte. Los progresos
logrados últimamente por la ciencia en estos aspectos de la existencia humana
son tan grandes y sorprendentes que a veces me pregunto si esas tres causas de
sufrimiento del ser humano seguirán vigentes indefinidamente. En lo que toca a la muerte la
ciencia no solo ha logrado retardar su llegada sino que ya hasta se está
planteando si existe un límite biológico para la vida o si la mejora de las
condiciones de vida llegará algún día a derrotar el envejecimiento y postergar
por muchos años la tan temida hora postrera.
Michael Rose, profesor de Biología
Evolutiva de la Universidad de California e investigador
de los genes responsables de la longevidad, acaba de publicar con otros colegas
un artículo polémico en el que plantea que hemos llegado a un nuevo estadio de
la evolución de la especie.
La
polémica surge porque, en teoría, la supervivencia máxima de una especie es algo predeterminado biológicamente y en ella nada influyen por tanto las mejoras de las condiciones materiales de
vida que pretenden retrasar la mortalidad. Lo que sabemos al respecto es que la
máxima longevidad de cada especie viva está determinada por su patrimonio
genético: una mosca vive tres días; un ratón, tres años; una ballena azul, ochenta años; una secuoya, cuatro mil años; una tortuga marina,
doscientos años; y una persona –si nos
atenemos al testimonio de Jeanne Calment, la francesa que ostenta el récord de
mayor longevidad humana demostrada-, 122 años. Empero, Rose y sus colegas
postulan precisamente lo contrario: que las condiciones actuales del mundo en
que vivimos pueden
estar modificando los determinantes genéticos y propiciando una
duración de la vida más allá de los límites establecidos hasta ahora por la
naturaleza.
Ilusionados
con tan prometedora premisa, todos, de una u otra manera, hemos ido
paulatinamente ingresando en esa ilusoria carrera hacia la inmortalidad. Día
por día los incautos aprendices de inmortales continuamos añadiendo nuevas y
sorprendentes pócimas alquimistas a la dieta cotidiana e introduciendo un
sinfín de normas y preceptos a nuestra, hasta hace tan poco, disipada y
desprevenida existencia.
Como
tengo una hija que distribuye medicamentos naturales, algo conozco de la
variedad de vitaminas y remedios de toda clase que en forma de pastillas,
inyecciones, malteadas, jaleas, elíxires, polvos, esencias y demás
presentaciones se ofrecen al público para calmar, prevenir y curar todo el
espectro imaginable de las dolencias y problemas de salud, y para adelgazar y
conservar la juventud y belleza indefinidamente. Que estitos alimentos aumentan
el colesterol bueno; que estotros, el malo; que ocho vasos de agua al día; que si la
fibra; que cero gaseosas; que azúcar idem; que el café hace daño; que la sal
poquita y de lejitos; que jugo de piña con avena para la digestión; cloruro de magnesio para las articulaciones; omega 3 para arterias nítidas; glucosamine
para mantener eternamente jóvenes nuestros cartílagos; vitamina E para detener
las arrugas y preservar la cada vez más escurridiza líbido; gotas de esencia
floral para vencer la depresión… Y al fin algo agradable: una copa de vino
tinto diariamente para potenciar todo lo anterior. La lista es larga y crece día
a día.
Debemos
levantarnos de madrugada para caminar de prisa por caminos desolados; forzar nuestra reacia garganta con afrecho y
espantarnos ante la vista de un huevo frito; bañarnos en agua bien fría;
desayunar frugalmente; desterrar definitivamente de nuestra dieta los
suculentos platillos criollos y los deliciosos potajes de la abuela (ya el
cuerpo no está para esas licencias); aficionarnos a los sustanciosos jugos de
apio, perejil y berenjena y comer diariamente en ayunas un ajo crudo, aunque de
vez en cuando nos preguntemos extrañados por qué ya no desean conversar con
nosotros nuestros antes inseparables amigos. Todo con la
esperanza piadosa de que la muerte echará una mirada a nuestras arterias
limpias y a nuestros firmes músculos abdominales y buscará una víctima más
fácil.

El país del Sol Naciente ostenta el primer puesto en las tablas de longevidad del planeta y por este motivo se ha puesto de moda imitar el régimen alimenticio de los japoneses, pero su expectativa de vida -si bien alta- no difiere mucho de la de otros países industrializados: setenta y nueve años para los hombres, ochenta y seis para las mujeres. Al final del sendero todos acabamos diciéndole adiós a esta vida. Por diferentes causas, es cierto, pero más o menos a la misma edad.
En los
Estados Unidos se llevan a cabo periódicamente interesantes estudios entre
personas con diferentes hábitos tanto en
su alimentación como en su ritmo de vida. Los resultados en algunos casos han sido paradójicos. Sucede que lo que es bueno para una
cosa no lo es tanto para otra. Robin Motz, de Columbia University, señala en algunas investigaciones una relación
entre niveles bajos de colesterol con el cáncer del colon. “ Es poco usual, dice,
encontrar una enfermedad cardiológica
seria y un cáncer del colon en el mismo paciente”. En una publicación de hace
unos años se afirmaba que un colesterol muy bajo podía llegar a causar cáncer
del colon. Los médicos coinciden, desde luego, en que gente gorda que tiene
presión arterial elevada y una historia familiar de casos de dolencias del
corazón debe bajar su ingestión de colesterol, pero no todos los facultativos
recomiendan esta fórmula para gente sana. Esto no indica, por supuesto, que se puede descartar toda
precaución y hartarse de colesterol. Tal vez una dieta sana no nos hará vivir
más tiempo, pero de seguro nos hará vivir mejor.
En cierta
ocasión la gran escritora Dorothy Parker repuso a alguien que aducía que sus
cuentos cortos eran demasiado tristes: “Hay miles de millones de personas en
nuestro mundo y la historia de ninguna tendrá un happy ending”. Somos todos
víctimas de un chiste real. Cuando llegas a los setenta o a los ochenta, algo
se apodera de ti.
Es inevitable. Algo te espera y te hará morir. El reloj
simplemente se para. Los científicos, no obstante, continúan intentando
doblegar a la temida mensajera y postergar sustancialmente su visita. Aunque
muchas de las veces los experimentos humanos resultan atemorizantes e impredecibles
es probable que algunos de nosotros seamos testigos de insólitos
descubrimientos genéticos. En los
últimos dos siglos y medio la esperanza de vida al nacer ha pasado en los
países desarrollados de menos de treinta a ochenta años. Después de todo, quizá no resulte tan
utópico imaginar que en un futuro impredecible nuestros nietos, o nuestros
biznietos podrían no morir jamás.

Deduzco,
sin embargo, que para la mayoría de nosotros las fórmulas mágicas para lograr
la longevidad extrema y vencer a la Parca no llegarán a tiempo, y por lo tanto
pienso que todos aquellos que deseen alcanzar (o superar) los actuales índices
de longevidad deben procurar seguir
fielmente la larga lista de recomendaciones e ingerir con acuciosidad las pócimas
milagrosas ya enunciadas. Y las que sigan apareciendo.
En lo personal y como he descubierto
que prácticamente todos mis gustos, pero especialmente los gastronómicos están
catalogados como peligrosos para la
buena salud y como no me atrae para nada la posibilidad de llegar a los ciento
veinte años o peor aún, competir con la inmortalidad de la medusa Turritopsis nutricula, me contento con poner en práctica la receta del
controvertido ministro francés Fouchet a quien cuando le preguntaron cuál creía
era el secreto para alargar la vida, respondió rotundo: “No
acortarla”.
Leonor Fernández Riva
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