Durante mi prolongada residencia en Ecuador
disfruté la maravillosa experiencia de ser propietaria de una extensa finca
situada en lo que se conoce como bosque húmedo. Una lujuriosa selva poblada de
frondosos guayacanes y gigantescos árboles de caoba, de canelo, de cedrón…
Árboles centenarios habitados a su vez por una flora exuberante; compitiendo
atropellada y silenciosamente en medio del tupido follaje, por su ración de
luz; riachuelos de aguas cristalinas e incontaminadas, bordeados de orquídeas,
platanillos, heliconias, helechos; y uno de los más bellos y caudalosos ríos de
que tengo memoria: el río Blanco, cuyo apropiado nombre se debe a la
blanquísima espuma que deja a su paso el choque de sus aguas contra las piedras
de su serpenteante cauce. Y en medio de esa naturaleza voluptuosa y salvaje una
fauna sorprendente: tucanes, pájaros carpinteros, pavitas, gavilanes, zainos,
comadrejas, guantas, armadillos, perezosos, nutrias, patos, tigrillos,
hormigueros, serpientes… y la más asombrosa variedad de pájaros e insectos de
todo tipo.
Acudir cada semana al encuentro con esa
naturaleza feraz y primitiva tras recorrer una carretera elemental surcada de
precipicios y derrumbes en un trayecto de más de seis horas –el cual realizaba impajaritablemente cada semana
en compañía de mi esposo y de mis pequeñas hijas- fue algo que disfruté
con inmensa emoción y alegría durante muchos años, imbuida por ese entusiasmo y
ese afán de conquista y amor por la tierra que sentimos tan apasionadamente
cuando todavía nos acompañan el vigor de la juventud y la ilusoria sensación de
que somos inmortales.
Cada viaje era una aventura. Empacar, todo un
arte. Nada podía faltar. En ese idílico reducto estábamos casi completamente
aislados de la civilización. ¡Qué drama olvidar por ejemplo, la sal, el azúcar,
el arroz, la muda de ropa, las sardinas, el atún o, Dios no lo quiera, las
botas pantaneras!
En un camino tan largo, al
dejar la casa de la ciudad mi mente iba pensando durante la mitad del trayecto
en lo que quedaba atrás: ¿cerraría las puertas, las ventanas? ¿Apagaría la
plancha? ¿Dejaría de pronto encendida la estufa? … En fin, esa serie de
pensamientos preocupantes que nos asaltan al emprender un viaje y alejarnos
varios días de nuestra residencia habitual.
No obstante, y esto era lo curioso, al llegar
más o menos a la mitad del trayecto ya la casa de la ciudad y sus avatares se
perdían de vista y dejaban de ser objeto de mis pensamientos y de mi
preocupaciones. Y empezaba entonces a pensar solamente en mi próximo destino:
la finca. ¿Pondría en la maleta la ropa interior? ¿El repelente? ¿El pan? ¿El
aceite? ¿Cómo encontraría las plantas que sembré? ¿Qué prepararía de comer?
Y algo similar ocurría al regreso. Al
terminar el paseo y retornar de nuevo a la ciudad mi pensamiento continuaba
fijo durante gran parte del recorrido en lo que dejaba atrás; en todas esas
pequeñas cosas que conformaban la vida de la
finca. Pero como por
arte de magia al llegar a la mitad del camino dejaba de nuevo atrás todas esas
preocupaciones y empezaba a pensar solamente en el hogar cercano y en la
multitud de pequeños detalles que conformaban mi vida citadina.
Estas reflexiones, queridos lectores, vienen
al caso porque tal parece que nuestra vida fuera también un constante viaje por
variadas etapas y circunstancias. Últimamente, he notado -no sin cierto
regocijo- que aquellos de nosotros que ya rebasamos con creces la línea
sutil de los cincuenta años empezamos a pensar con bastante preocupación en las
próximas etapas, en las limitaciones a que nos vemos
sometidos en estas altas cumbres y en los achaques y dolencias que poco a
poco se van insinuando.
Y nos va como entrando, a quienes atravesamos
este trance, una apremiante obsesión por cuidar y tratar de conservar lo
que queda de la otrora invencible salud. Esa salud de hierro, tan ignorada y
tan poco valorada, de nuestros días juveniles en los que poco o nada nos
preocupábamos por los torturantes achaques que acosaban sin tregua a los viejos
amigos de la familia, a nuestros abuelos, a nuestros tíos y hasta a nuestros
padres; alifafes que, estábamos seguros, no íbamos nunca a padecer.
En esa nueva etapa, la muerte, antes tan
lejana y extraña, se convierte en una realidad constante e ineludible. Algo inevitable. Y, no obstante, para muchas
personas la visita de la Parca sigue siendo tabú, algo de lo que es
mejor no hablar.
En un funeral al que asistí el fin de semana
pasado una joven se acercó solícita a ofrecernos a una amiga y a mí
ventajosos y tentadores planes funerarios. Mi amiga no pudo ocultar su desazón
y le dijo con angustia: “Por favor, no nos venga a ofrecer eso ahora que
todavía no estamos pensando en esa posibilidad”. Al verla tan azarada me
contenté con pedirle la tarjeta a la vendedora y le dije haciéndole un guiño:
“Déjenos por ahora construir para arriba; ya la llamaremos cuando nos
parezca que es tiempo de construir para abajo”.
Pero, aunque la soslayemos y evitemos pensar
en ella, la muerte es una realidad consustancial a todos los seres vivos. Algo que nos está esperando ahí, al fin del camino. Lo que nace debe
indefectiblemente fenecer.
Y luego de este paso, viene otra etapa
que pertenece ya al terreno de la fe o de la metafísica. Para aquellos
escépticos que desconocen la existencia un ser superior y niegan la posibilidad
de vida después de la vida, la muerte es la vuelta a la nada, la extinción
absoluta; pero para quienes sí creemos en la inmortalidad del espíritu, esa
postrera circunstancia a la que se verá enfrentado nuestro frágil empaque
físico representa una posibilidad magnífica de trascender a una existencia
mucho más grata. O cuando menos, a una mucho más interesante.
Así, pues, y como el supremo encuentro va
aproximándose a pasos agigantados, creo que ya está cercano el momento en que
podré absolver mis dudas sobre algunas cosas que siempre me han intrigado. Sí,
amigos, hay varias cositas que quiero preguntarle a Dios apenas me dé un
chance.
Pido disculpas de antemano porque no pienso
preguntarle por qué hay pobres y ricos o por qué los seres humanos tenemos
tendencia a ser mezquinos, egoístas, deshonestos y corruptos, como tampoco
quiero averiguarle por qué a los malos les va mejor que a los buenos, ni por
qué a veces hasta parece que son más inteligentes, ni por qué son siempre
los menesterosos quienes sufren las peores catástrofes y
calamidades y, créanlo o no, tampoco voy a preguntarle si alguna vez
habrá paz en la franja de Gaza o si, como se planteaba
Einstein, tuvo otras alternativas al crear el universo. No. Mis preguntas versarán
sobre cosas realmente importantes, cosas del día a día que nos afectan a todos.
Cosas que de rectificarse nos harían a todos mucho más felices como las que le
planteó a continuación:
¿Por qué razón resolvió que los triglicéridos
se elevaran al degustar la deliciosa piel del pollo asado (lo más rico del
pollo asado) y no al comer apio, espinacas o brócoli ?
¿Por qué razón decretó que el colesterol se
incrementara y se cerrarán las arterias precisamente al consumir cosas tan
deliciosas como los chicharrones, el jamón, el queso, los camarones, la
mantequilla, el chocolate, la nata, la tocineta, el indescriptible gordito
frito del lomo de aguja o de la costillita de cerdo, y no así con las múltiples
variedades de pasto del mercado?
¿Por qué razón realizó un diseñó tan frágil
de la rodilla y no pensó en un modelo mucho más resistente, quizá con grapas y
tornillos ajustables?
¿Por qué si lo sano es caminar y lo
perjudicial transportarse en carro, permitió que lo inventáramos?
¿Por qué estableció que fuera mala la vida sedentaria si es tan sabroso hacer pereza y no le hace mal a nadie?
¿Por qué nos puso a cambiar de dientes a los
siete años si los dientes de leche son tan lindos y es a los cuarenta cuando
verdaderamente necesitamos un recambio?
¿Por qué los ecologistas defienden todos los
animales pero no dicen nada en contra de los miles de peces que diariamente se
pescan? ¿Ser pequeño y hacer parte de un cardumen no da derecho a la vida?
¿Por qué el efecto de las feromonas dura tan
poco tiempo? ¿No se habrían evitado muchos problemas en la vida de pareja si su
efecto fuera más duradero?
¿Por qué cuando yo muera morirán también mis
conocimientos, vivencias y experiencias y no podré legárselas a mis hijas?
¿Por qué Michel Jackson murió tan joven y nos
dejó a sus fanáticos viendo un chispero?...
La lista es larga, pero creo que todavía
tengo algo de tiempo para irla completando y ajustando. Aquellos de ustedes que
tengan similares inquietudes sobre temas tan trascendentes como estos que aquí
presento pueden hacérmelas llegar, que yo con mucho gusto las iré incorporando
a mi lista.
Y, claro, les aconsejo a quienes se rehusan a
creer en ese postrer encuentro que reserven (no está por demás) un espacio para
la incertidumbre. Una duda razonable es -me parece- algo aconsejable.

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Te invito a visitar también el siguiente blog donde encontrarás temas literarios de actualidad y la actividad cultural del Valle del Cauca y de Colombia: http://ntcblog.blogspot.com/
Hola mi querida Leo...al parecer hay gente que cree que tiene las respuestas a tus primeras preguntas y por ende a la tanda de las segundas...lee, cuando tengas un tiempo libre en tu apretada agenda, las enseñanzas de un señor que en una de sus vidas se llamó Gerardo Schmedling Torres. Me cuentas...
ResponderEliminarGRACIAS POR COMPARTIR TUS INQUIETUDES...POCO A POCO, LAS RESPUESTAS IRÁN LLEGANDO...
ResponderEliminarGracias, Leonor, por esta hermosa crónica. La primera parte es muy bella. La parte de las preguntas queda abierta, como es natural, pues cada uno de nosotros tiene su propia lista. Como yo no creo en ningún dios, haré mis preguntas al señor hermano Universo, aunque hace un tiempo, en sueños, me dijo: "Yo no invento nada para siempre, todo lo que hago son ensayos y casi siempre son suceptibles de ser corregidos. ¿Quién los corregirá? No lo sé, pero sí sé que esta humanidad no puede hacerlo".
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