martes, 25 de enero de 2011

¿ Por qué existen tan pocas mujeres escritoras?


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 Una  pregunta que tiene cierto tufillo machista, ha provocado un interesante  y polémico debate entre los asistentes a un taller de literatura del que hasta hace poco yo también formé parte. Por esta circunstancia y porque por el hecho de ser mujer y escritora el tema me toca  directamente, han surgido en mí las siguientes reflexiones.
¿Por qué existen tan pocas mujeres escritoras?

Como es apenas natural ante un planteamiento semejante que contiene el veneno de una respuesta incluida, no se han hecho esperar los  comentarios  sardónicos de  quienes se placen en  achacar tan escuálido conteo  a características superficiales  atribuidas  solamente  al  género femenino.  La  conclusión  es evidente: las mujeres no tenemos  la suficiente capacidad para destacarnos  en la literatura. Es más, nuestra verdadera afición  es hablar. La oralidad  (y no la escritura) es nuestra auténtica  vocación. 
Llegar a tan fácil y “obvia” conclusión no es, sin embargo, gratuito.  Las comparaciones son siempre antipáticas,  pero todos somos susceptibles de padecerlas. Como por ejemplo en el caso de  aquella mujer que un día le pregunta a su esposo: “Mi amor, ¿crees que soy  bonita?” Y este le contesta: “¿Comparada con quién?”.

Sí, amigos (y me dirijo a mis amigos del género masculino), el problema estriba en que no solamente las mujeres obtenemos resultados negativos al ser comparadas. Los hombres también pueden salir mal parados en este tipo de comparaciones.

Pero, no. No se pongan nerviosos,  no voy a entrar en honduras. El tema que nos compete es la literatura. 
 
 Pues bien. Aquellos  de ustedes que  hayan tenido la oportunidad de adentrarse en las estadísticas de los premios Nobel concedidos por la Academia Sueca pueden dar fe de sus interesantes resultados. Allí, quienes se llevan  la palma  son sin lugar a dudas los judíos con ¡173 galardones en todas las especialidades y 10  en literatura!  Sorprendente, ¿verdad?  Y es que, amigos, mientras la inteligencia promedio de un europeo es de 100 puntos de CI, los judíos -según ha sido comprobado en pruebas científicas- tienen una inteligencia promedio  de 107.5 a 115 de CI.  Einstein, Marx y Freud son prueba evidente de este aserto.  
Del CI de los latinoamericanos creo que todavía no se ha realizado  ninguna evaluación. Sin embargo, el siguiente dato quizá nos dé algunas pistas.¿Saben ustedes, ¿cuántos premios Nobel de literatura se han quedado en América Latina? ¡Seis!  Si, amigos, pinches seis premios nobel. Y uno de ellos, como bien lo saben, fue otorgado a una mujer. No hay punto de comparación. Propongo, pues, otra pregunta: ¿Por qué en América Latina hemos ganado tan pocos premios Nobel en Literatura?  ¿O será quizá que no solamente a las mujeres sino también a nuestros hombres latinos  les gusta más hablar que escribir?

Me dirán que hay muchos factores que justifican estos resultados. Sí, estoy de acuerdo; pero también hay muchos otros que justifican las  cifras obtenidas en el  conteo de las  mujeres escritoras.

Imposible ignorar las difíciles circunstancias que hemos debido vivir las mujeres a través de la historia. Quienes nos precedieron no tenían acceso a la educación ni a la escritura, llevaban la peor parte en las guerras, sufrían esclavitud, violaciones, mal trato y eran vistas solo como fuente de placer y de procreación. Durante siglos se dudó  hasta de que tuviésemos alma y, por supuesto,  la literatura, la espiritualidad y hasta el placer nos estaban vedados.

 Aun en  la actualidad la vida de miles de mujeres es similar a la que vivían en la Edad Media;  muchas hermanas nuestras se ven obligadas a vivir detrás  de esas cárceles de tela llamadas burkas; otras, deben sufrir la castrante circuncisión  femenina; cientos son violadas  y maltratadas alrededor del mundo;  otras son lapidadas por mirar a un hombre distinto a su esposo y millones más deben enfrentar la dura carga de su hogar como cabezas de familia.

A principios del siglo pasado, Virginia Wolf -lejos de cualquier dogmatismo o presunción y desde un punto de vista realista, valiente y muy particular-   se preguntó: “¿Qué necesitan las mujeres para escribir buenas novelas?” Y dio una sola respuesta: “Independencia económica y personal”, es decir, Una habitación propia, el título del libro que estaba presentando. La sensible escritora supo analizar muy bien en esta obra la dificultad  que entrañaba  ser mujer e intelectual  en una sociedad como la inglesa, rodeada de niños, de servicio, de gente, de ruido; sin privacidad, sin un espacio propio donde poder recogerse en silencio y sigilo,  para dar rienda suelta a su inspiración  y a sus sentimientos. Corría el año 1929. Sólo hacía nueve años que se le había concedido el voto a la mujer y aún quedaba mucho camino por recorrer.

Muchas cosas han cambiado desde entonces. El divorcio, el derecho al voto, la píldora, los alimentos elaborados, los adelantos de la ciencia y la tecnología,  el acceso a la universidad y a trabajos antes exclusivamente masculinos, son conquistas modernas que han  brindado  a muchas de nosotras no solo descanso, comodidad y libertad económica, sino también  nuevos y sorprendentes horizontes.

Y sin embargo, la misión más grande de una mujer, la que le sigue deparando más satisfacciones sigue siendo la de dar amor. Una misión que no ha sido valorada en toda su magnitud. Suele decirse que detrás o al lado de un hombre hay una gran mujer. Generalmente se piensa que esta mujer  es su esposa, amante o compañera. En muchos casos es así, desde luego. Pero a mí me gusta pensar que esa mujer es la madre. Esas madres  que  con una labor  de años, callada y poco reconocida, han  formado el corazón y la mente de cientos de hombres y  escrito en su  espíritu con tinta indeleble  lo que serán en el mañana. Me pregunto, cuántos de nosotros hubiésemos preferido tener en vez de madres solícitas y amorosas, estupendas escritoras que poco o nada se preocuparan por nuestro bienestar. Ninguno, ¿verdad?

Hoy, sin embargo,  las cosas están cambiando. En nuestra alma generosa se ha filtrado sutilmente el fantasma del egoísmo. Las mujeres hemos empezado a pensar más en nosotras, en nuestra realización, en nuestra carrera, en nuestra independencia, en nuestro propio espacio personal, en nuestro placer y  bienestar. El hogar y la familia han ido pasando imperceptiblemente a segundo plano. Sí. Ahora podemos gozar mucho más de la vida y sobre todo, de un ambiente mucho más propicio para destacarnos en cualquiera de nuestras profesiones.

Me atrevo a asegurar que en el futuro habrá decenas de escritoras, de buenas escritoras,   y de mujeres sobresalientes en todos los órdenes, pero seguramente también, muchos niños con una infancia poco feliz. No puedo evitar preguntarme: ¿ Quién es más necesaria: ¿una madre o una escritora?

Muy probablemente, en unos pocos años, las cifras de mujeres escritoras que dieron  origen a este artículo se incrementarán, pero mucho me temo que no por eso será mejor ni más feliz la humanidad.

La pregunta que motivó estas reflexiones estuvo,  me parece,  mal formulada. La verdadera pregunta debió haber sido:
          ¿Por qué especie de  sorprendente milagro ha habido en el mundo tantas mujeres escritoras?

Jorge Luis Borges junto a su madre, Leonor Acevedo Suárez
               
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