Abelardo y Eloísa, un amor que trascendió el tiempo y la distancia
Amigos: próximos al 14 de febrero una fecha en
la que en muchas partes del mundo se celebra el Día de San Valentín, dedicado al amor y a los enamorados, traigo para ustedes la apasionada y
trágica historia de amor de Abelardo y Eloísa, dos de los más grandes amantes
de la historia. Su inmenso amor siempre me ha conmovido. Comparto su vida para aquellos de ustedes que quizá no la conozcan. Espero la disfruten.
Pedro Abelardo nació, en
el año 1079, en el seno de una familia noble de la Bretaña menor. Su padre,
poseía un castillo feudal en la ciudad de Le Pallet, próxima a Nantes. Como
todos los señores de la época ejercía el oficio de las armas aunque había
recibido cierta educación en su juventud y decidió no privar de ella a sus
hijos. Pedro, el primogénito, seducido por las Letras y el estudio cedió sus
derechos de progenitura sobre tierras y vasallos a su hermano menor y dedicó su
vida al aprendizaje y posterior enseñanza de la Filosofía y de la Teología,
única profesión liberal de la época. Pasando así a convertirse en Pedro
Abelardo; nombre, éste último, tomado de la palabra Habelardus (abeja francesa), en recuerdo del escritor de la
Antigüedad llamado Abeja Ática, y unió al estudio de los de San Agustín y
de otros Padres de la Iglesia a algunos de clásicos como Cicerón. Anheloso del
saber frecuentó escuelas y después de dominar el Trivium y
el Quadrivium, y con veintiún años se dirigió a París donde se encontraban
las más famosas escuelas de la época. Pronto él mismo impartía enseñanzas y a
partir de 1102 lo hizo en Melum y Corbeil, adquiriendo gran fama pese a
los enfrentamientos que tuvo con algunos de sus maestros. En 1113 le
encontramos nuevamente en París enseñando la lógica peripatética, y planteando
doctrinas contrarias a las de su antiguos maestros el realista Guillermo de
Champeaux y el nominalista Roscelin en cuestiones capitales de la Escolástica
como Los Universales. También disentió de las enseñanzas de Anselmo de León.
En 1118 conoció a Eloísa
cuando esta sólo contaba 17 años.
Poco o nada se sabe de la familia de Eloísa. Únicamente
un nombre sin apellido ha llegado hasta nosotros, por lo que desconocemos su
origen. Las crónicas dicen que nació en París y que recibió una primera
educación en el convento de Argenteuil, lo que permite intuir una cierto nivel
económico familiar; allí recibiría, sin duda, una formación adecuada a su sexo
y al papel que debía asumir cualquier mujer decente de la época: el de esposa y
madre; aunque, al parecer, ella supo aprovechar bien el tiempo y las ocasiones
dedicándose con ardor al estudio lo que le permitió adquirir la formación
intelectual que le dio tanta fama como su singular belleza, siendo conocida en
todo el reino por su talento e instrucción.
En 1118 se encontraba en
París bajo la tutela de su tío, el canónigo Fulberto, quien conocedor de sus
grandes dotes intelectuales y su inclinación al estudio consiguió para ella el
mejor de los maestros posibles: Pedro Abelardo.
Este, en su obra Historia Calamitum l Epístola Prima
narra el momento en que la conoció. Habla de ella como de una niña que no
estaba mal físicamente pero sobre todo, de la
gracia que a esto añadía su dominio en las ciencias literarias, don imponderable
y extremadamente raro por aquel entonces en una mujer.
Prendado de la joven,
Abelardo urdió una trama para conseguir llegar hasta ella y enamorarla. Se
sabía famoso y atractivo para las mujeres por lo que no albergaba temor al
rechazo. Solo su lascivia le movía a tratar de conquistarla. Su primer paso fue acomodarse en su casa como huésped objetando
cercanía a su cátedra y ofreciendo por ello una buena suma que excitó la
avaricia del canónigo. Su otra debilidad casi no tuvo que despertarla
pues no encontró dificultades en convencer al canónigo de la necesidad de
profundizar en la esmerada educación de la joven.
Su asombro no tuvo
límites cuando Fulberto, sin dar muestra de ninguna sospecha, le permitió ejercer
sobre ella su magisterio, tanto de día como de noche y con total autoridad para
reprenderla si la encontraba negligente.
De esta manera Abelardo consiguió mantener un trato más familiar
con Eloísa lo cual propició sus conversaciones y facilitó su intimidad. Poco a
poco en el transcurso de los repetidos encuentros, los libros pasaron pronto a
un segundo plano y profesor y alumna empezaron a practicar la ciencia del amor.
Los besos comenzaron a ser más frecuentes que las sentencias y pronto las manos
del filósofo andaban más cerca de los senos de la joven que de los textos.
Primero convivieron bajo un mismo techo y luego, bajo una sola alma. Ningún grado del amor fue
ajeno a los amantes. Aunque en un principio otras fueran las intenciones de Abelardo
la realidad es que acabó enamorado
profundamente de Eloísa. La joven lo absorbía tanto que le hacía desatender sus
ocupaciones; en las clases, le costaba
concentrarse y sus alumnos lo notaban. Su mente estaba más con su amada que en
sus enseñanzas.
Pero su pasión y sus encuentros eran tan evidentes que no podían quedar en secreto. De un momento a otro, Fulberto se enteró de sus
relaciones y los amantes tuvieron que separarse estrechándose, sin embargo, aún
más sus corazones.
Pronto conocieron que
sus amores iban a dar su fruto, y Pedro Abelardo raptó a Eloísa llevándola
a Bretaña a casa de su hermana donde nació su hijo, Astrolabio. En él quedó
reflejado el espíritu romántico e intelectual de Eloísa que quiso bautizar a su
hijo con el nombre de ese mágico instrumento utilizado antiguamente por los marinos para medir el cielo.
Las noticias sobre el
niño son confusas, algunos historiadores indican que murió a edad temprana,
otros, que al hacerse mayor profesó como religioso llegando a ser abad del
convento suizo de Haurterive.
El rapto de Eloísa colmó
el vaso y Fulberto enloqueció no teniendo pábulo su dolor ni sus ansías de
venganza. El filósofo comprendió que debía hacer algo para paliarlo y como
reparación se ofreció a contraer matrimonio con Eloísa, aunque manifestó su deseo
de que este se mantuviera en secreto ya que pensaba que podía perjudicarlo
profesionalmente.
Contrariamente con lo
que se supone debería pensar cualquier mujer en su sano juicio, Eloísa no fue
partidaria de este matrimonio y al parecer así se lo expresó a su tío y a su
amante y futuro esposo dando, con ello, pruebas de una heterodoxia impropia de
una mujer, y sobre todo de una mujer de esa época.
Planteó desde el
principio, y el tiempo demostraría que tenía razón, que Fulberto, su tío, no calmaría su sed de
venganza con el mero hecho de que Abelardo se casase con ella por lo que su
matrimonio no solucionaría su situación.
Por otro lado, su matrimonio perjudicaría profesionalmente a Abelardo. Ella no
quería privarle de la gloria, ya que
veía a su amante en camino de convertirse en el gran pensador de su tiempo;
no quería ser una carga para él. Además, la vida de casado era prosaica y los
deberes que exige le impedirían a Abelardo dedicarse a lo que realmente le
interesaba: la filosofía. A estos argumentos,
Eloísa añadió que una vida en común, como la del matrimonio, podría acabar con su amor que, sin
embargo, se mantendría vivo si los encuentros se hacían a intervalos haciendo sus gozos más
henchidos y agradables.
Cuando a pesar de todos
sus razonamientos Eloísa comprendió que no había convencido a Abelardo quién
estaba decidido a casarse, aceptó hacerlo con una frase que fue como una
premonición: “Una sola cosa resta, para que el dolor que siga a nuestra ruina
sea mayor que el amor que la precedió”.
Tras el nacimiento de su
hijo éste quedó bajo la tutela de su hermana y Abelardo y Eloísa regresaron a
París donde, en presencia del canónico, contrajeron matrimonio. Abelardo
consideró que con esto saldaba la afrenta pero insistió en mantener el matrimonio
en secreto. Conforme a lo dispuesto, tras la ceremonia cada uno, oculta y
separadamente, se fue por su lado.
Sin embargo, para Fulberto la situación no había
cambiado pues los amores del filósofo con su sobrina al no conocerse su
matrimonio seguían siendo motivo de murmuración y el honor familiar continuaba
en entredicho. Por todo ello hizo correr la voz de que eran marido y mujer, afirmación que era negada por Eloísa recibiendo por esto del canónigo innumerables
ultrajes.
Ante esta circunstancia, Abelardo la lleva a la Abadía de
Argenteuil de la que Eloísa había sido alumna, haciendo parecer que había
tomado los hábitos. Esto empeoró la situación pues Fulberto creyó que quería dejarla en el convento y desentenderse de
ella.
Comenzó entonces
el canónigo a tramar la desgracia de Abelardo. Con la ayuda de algunos amigos
sobornaron a uno de los sirvientes del filósofo y llevaron a cabo su terrible venganza. Como luego lo
describiría el mismo Abelardo “Me castigaron con cruelísima y vergonzosísima
venganza que recibió el mundo con estupor, amputándome aquellas partes de mi
cuerpo con las que yo había cometido lo que ellos lloraban.”
Abelardo se
sume en una profunda confusión pareciéndole, a veces, su dolor inferior a la
vergüenza que siente ante el castigo recibido: ¿cómo podrá continuar con su
vida y presentarse ante el mundo y ante Eloísa?.
Poco después de haber
sufrido la castración, ambos amantes toman
los hábitos, Eloísa en Argenteuil y Abelardo en Saint Denis. Eloísa cumplía así
lo que Abelardo deseaba: tomó los hábitos
y se apartó del mundo. Si no era de él sólo sería de Dios.
En este sentido Abelardo
reconoció después que tras su mutilación no podía soportar la idea de que ella
lo olvidara y se consolara con cualquier otro; los celos le obligaron a pedirle
no sólo que se retirara de la vida
mundana, sino que tomara los hábitos y
esperó a que ella lo hiciera para después hacer él lo mismo. Las dudas de
Abelardo sobre su fidelidad mortificaban a Eloísa ya que su amor era incondicional
y así se lo dice claramente en una de sus cartas: “Me he aborrecido a mí misma
por mostrarte mi amor y he venido aquí a perderme para que vivas tranquilo”. De esta manera, Eloísa
entra como monja al convento y vive para Abelardo fingiendo que vive para Dios.
Esta situación supuso largos años
de separación y de silencio entre los amantes hasta que en 1135, cayó por casualidad en manos de Eloísa el manuscrito en donde Abelardo relataba
sus desventuras; algo que desconocía.
Su lectura provocó en ella una gran
conmoción y fue el detonante para que se decidiera a romper su silencio y a
expresarle en sus cartas todo el amor y la pasión que seguía latiendo en su corazón por él.
El relato de Abelardo no
se limitaba a contar sus desventuras en aspectos de su vida personal como
pueden calificarse sus amores con ella y a las crueles consecuencias que estos
tuvieron para ambos; sino que incluía un detallado informe sobre los
enfrentamientos que había tenido y, todavía tenía, con algunos filósofos y
teólogos de la Iglesia los cuales habían deparado consecuencias muy negativas en su vida
profesional aumentando más, si cabe, sus calamidades.
¿Qué puede hacer la
realidad frente al deseo? Las cartas que intercambiaron los amantes, tras la
lectura de Eloísa del manuscrito de Abelardo, demuestran lo dolorosa que la
realidad resultaba para ambos y cómo la sobrellevaron habitando en la memoria;
en ese sentido la frase de Eloísa: “Me acuerdo (¿acaso se olvida algo a los
amantes?) del instante y del sitio en que por primera vez me declaraste tu
ternura, jurando amarme hasta morir. Tus palabras, tus promesas y juramentos, todo
está grabado en mi corazón”. De ese momento, Eloísa guardaba como precioso
recordatorio de su amor una pluma blanca que llegó hasta ellos volando en el
viento.
Abelardo reconoce entonces
que su amor por ella también sigue vivo: “Tus cartas me conmueven. No puedo
leer con indiferencia las letras que ha escrito tu querida mano. Lloro y
suspiro y apenas logro ocultar mi debilidad ante mis alumnos. Esta, infeliz
Eloísa, es la miserable condición de
Abelardo. El mundo que suele equivocarse en sus apreciaciones cree que vivo en
paz. Se imaginan que mi amor por ti buscaba solo la gratificación de los
sentidos y que te he olvidado ¡Cómo se equivocan!”.
Abelardo llega incluso a decir que
habría podido hasta agradecer la crueldad de Fulberto si al menos cuando le
puso en la imposibilidad de satisfacer su pasión, le hubiera sido dado dejar de
amarla. Pero los deseos que no pueden contentarse son más violentos: “Soy más
culpable abrasándome por ti bajo del saco y de la ceniza consagrada a los
altares, que lo era por los crímenes que me han acarreado mis desdichas”, reconociendo
así que su pasión por ella es ahora incluso más ardiente que antes.
El deseo de Eloísa de
que Abelardo viviese tranquilo durante muchos años más, no se cumplirá. Abelardo
muere en 1142 y su cuerpo es enterrado en la Iglesia de San Marcelo. Eloísa debió
pedir ayuda al Abad de Cluni, Pedro el Venerable, para que sus restos fueran
trasladados al Paracleto, tal cómo el filósofo deseaba, y una vez allí, Eloísa,
veneró sus restos y rogó por su alma hasta su muerte ocurrida veinte años
después (1163).
En sus últimos momentos,
Eloísa pidió le alcanzaran un crucifijo que tenía en una repisa de su cuarto. Quienes
la rodeaban en esos instantes, admiraron compungidos esa muestra de santidad, pero
solo hasta ver sobrecogidos como la agonizante abadesa sacaba del interior del Cristo una pluma blanca, la apretaba contra su pecho y tiraba lejos el
crucifijo. Terminaba la farsa.
Cuenta la leyenda que
cuando abrieron la tumba de Abelardo para depositar junto a él el cuerpo de su
amada Eloísa, éste abrió los brazos para recibirla quedando abrazados en la
muerte como no pudieron estarlo en la vida.
Así permanecieron los
esposos durante quinientos años sepultados en las naves del Paracleto, hasta
que en 1792, tras la Revolución Francesa, el Monasterio fue vendido como bien
eclesiástico siendo trasladada la tumba de Abelardo y Eloísa a Nogent. En 1800
Luciano Bonaparte inspector de las cartas y monumentos antiguos encargó al
artista Lenoir para que transportase el féretro al Museo de Monumentos
franceses de París, quién, tras la apertura de la tumba realizó un Álbum con
dibujos de los amantes recreados por el artista partiendo de los restos
conservados con el objeto de realizar dos estatuas para la nueva tumba
parisina, que quedó instalada en los jardines del museo. En 1815 bajo el
gobierno borbónico se intentó trasladar la tumba a la Abadía de San Dionisio;
pero la opinión pública protestó ya que el monumento era muy frecuentado por
los parisinos y estaba considerado como algo integrado en la ciudad. Finalmente
sus restos fueron trasladados al mausoleo erigido en su memoria en el
cementerio parisino de Père Lachaise donde actualmente pueden visitarse.
El Epitafio de Abelardo
y Eloísa en el Paracleto rezaba así:
Aquí, bajo la misma
losa, descansan el fundador de este Monasterio: Pedro Abelardo y la primera
Abadesa, Eloísa, unidos otro tiempo por el estudio, el talento, el amor, un
himeneo desgraciado, y la penitencia. Esperamos, que una felicidad eterna los
tenga ahora juntos.
Pedro Abelardo murió el
21 de abril de 1142
Eloísa, el 17 de mayo de
1163,
Al visitar hace unos
años el cementerio de Pere Lachaise, en París, mi
más profundo deseo fue llegar hasta el mausoleo de los dos famosos
amantes. Así lo hice, y sobre su tumba,
deposité emocionada una rosa símbolo de mi profundo sentimiento de admiración por
un amor tan grande que trascendió el
tiempo y la distancia y que nada pudo destruir. Abelardo y Eloísa reposan ahora uno al lado del otro como no
pudieron hacerlo en vida.
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