Traigo a cuento este artículo porque en días pasados me dio por organizar mi biblioteca –nada del otro mundo, créanlo-, apenas unas decenas de libros, algunos recientes y otros de una edad casi tan indefinida como la mía. Y claro, en medio de la profusa entropía que se formó al generar ese Big Bang literario fueron emergiendo, polvorientos y olvidados, muchos tomos de los que ya ni me acordaba. Libros que alguna vez me placieron pero que definitivamente, por cuestiones, sobre todo de tiempo, no pensaba releer. Y entonces surgió el dilema: ¿Volvería a dejarlos en la estantería para que siguieran muriendo lentamente en medio del polvo y el olvido, o les daría la oportunidad de renacer?
Cuando era pequeña, mi madre me enseñó con profunda ternura que nunca debía botar sin más ni más un pedazo de pan a la basura, y que si por algún motivo debía desecharlo tenía que hacerlo con un rito especial: tomar el pedazo de pan, humedecerlo en un poco en agua, darle gracias a Dios por ese alimento, besarlo y solamente después enviarlo al tacho de basura. Esta dulce costumbre que repetí muchas veces con mi madre y con la cual ella probablemente trató de enseñarme el valor de los alimentos que Dios pone en nuestra mesa, se grabó indeleblemente en mi alma, y por ese atavismo de los hábitos que aprendemos en nuestra niñez, aún la conservo.
Algo similar a lo que me sucede con el pan me ocurre cuando debo prescindir de algún libro. Imposible botarlo al tacho de basura, imposible llevarlo a la funda de reciclaje. Un libro es para mí algo demasiado precioso. Algo entrañable que no debe tener por ningún motivo una muerte afrentosa. Y es que todos los libros, aun los más olvidados, tienen algo de valor. Este, porque nos trae recuerdos; ese otro, porque contiene algunos pasajes agradables; aquel, porque es de un reconocido autor, y el de más allá, porque lleva el autógrafo de un amigo.
Con el tiempo he podido constatar la sabiduría de la respuesta que me dio una bibliotecaria cuando yo, una adolescente que acudía semanalmente a retirar con mi carnet libros de una biblioteca, le pregunté con gran ingenuidad: “¿Usted cree que este libro lo puedo leer yo?”, a lo que ella me contestó con profunda sabiduría: “No hay libro malo”.
Estudiante en esa época en un colegio de monjas, yo me refería, por supuesto, a si el libro aquel no contenía algún material pecaminoso o perjudicial para mi alma. ¡Cómo cambian las cosas! En la actualidad el detalle pecaminoso formaría más bien parte del atractivo de la obra. Pero sí. La bibliotecaria aquella tenía razón: no hay libro malo. Todos ellos, por humildes que parezcan y tal como lo expresa el autor en esa vieja canción: “tráigame una mujer fea, que por más fea que sea yo le hallaré algo bonito”, tienen algo digno de ser leído.
Los libros, quién lo creyera, tienen una existencia muy similar a la nuestra: un nacimiento feliz; unos padres orgullosos, y una vejez en muchos casos solitaria y olvidada. Sí, amigos, porque lo curioso es que la vida de los libros termina también de forma parecida a la de los seres humanos. Con el paso del tiempo casi todos acaban olvidados sin recibir la visita de nuevos lectores. Nadie pregunta por ellos, nadie se interesa en volverlos a leer. Son demasiado viejos, demasiado lentos y sus autores ya no están de moda. Y aunque en sus páginas haya mucha sabiduría nadie se interesa ya por ella. Después de todo, hay muchos nuevos libros en el mercado que todo el mundo comenta, con carátulas novedosas y contenidos impactantes. Ellos son los apetecidos y no esos otros, viejos y pasados de moda.
Y así, cerrados y olvidados, envejecen una gran parte de los libros. Y su muerte, que sobreviene en ocasiones después de un largo abandono, es también muy parecida a la nuestra. Pocos mueren de muerte natural; la mayoría sucumbe en un tacho de basura, en inundaciones, en incendios y los más, deshechos por el desinterés o el vandalismo.
Hay un holocausto poco conocido y que personalmente me conmueve: el ajusticiamiento en masa que en forma de reciclaje realizan las grandes editoriales con los libros que no han alcanzado el favor del público. Sí, amigos, aunque muchos de ustedes no lo crean, las grandes editoriales guillotinan los libros sobrantes. Se calcula que más o menos el ochenta por ciento de los libros que se publican en Europa se va quedando por el camino. En España, por ejemplo, lo que no se vendió en dos años, ya no se vendió. Por otra parte, hay muchísimas novedades y para dar acogida a los nuevos libros es necesario deshacerse de los “sobrantes”. Si un título no vende en un año por lo menos cien unidades se convierte en reciclaje y es guillotinado. Venderse o morir es, pues, el predicamento de todo libro una vez que sale de la imprenta. En Colombia, afortunadamente, y debido tal vez a nuestro bendito subdesarrollo, no somos tan radicales; acá un libro puede sobrevivir diez o más años a pesar de su escasa demanda.
Gracias a Dios, amigos, esta historia no termina como la de los libros sobrantes de las grandes editoriales. Quiero contarles que cuando terminé de organizar mi biblioteca, ninguno de mis amados libros se fue al reciclaje. Con infinito amor puse en manos amigas aquellos de los que decidí desprenderme. Sé que esas personas los tratarán bien y que disfrutarán su lectura. Y en esa maravillosa simbiosis que forman el lector y el libro los dos saldrán mutuamente beneficiados: el libro, por la oportunidad renovada de volver a la vida cada vez que un lector recorra de nuevo sus páginas; y el lector, por el placer y la sabiduría que encontrará al paso de cada una de ellas.
Porque como bien lo expresó Jorge Luis Borges: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”.
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