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El insidioso olfato de los carroñeros
Como era de esperarse el opinómetro, que tiene forma de veleta, ya empezó a dejarse sentir después de la elección de Juan Manuel Santos. Quienes injustificadamente odian al presidente Álvaro Uribe Vélez y anunciaron apocalipsis y catástrofes si llegaba a triunfar el hombre que él había elegido como su sucesor; quienes durante la campaña electoral le atribuían a Juan Manuel Santos prepotencia en los debates, campaña sucia, asesoramiento ilegal y denostaban al máximo su elección de vicepresidente, se unen hoy al cántico de alabanzas surgido a raíz de los pronunciamientos y decisiones que ha tomado luego de su contundente triunfo en las pasadas elecciones.
En días pasados, en una reunión familiar, no pude menos de sentirme asombrada ante los conceptos de quienes hasta hace poco avizoraban un continuismo destructivo si llegaba Santos a la Presidencia y que hoy expresaban unos criterios diametralmente opuestos. Santos es ahora de su entera satisfacción; pero, claro, encuentran gran complacencia en resaltar las diferencias y roces que imaginan ver entre él y Uribe. Al escuchar sus opiniones me parecía estar hablando con partidarios de la U y no con fervientes seguidores del inefable “ No todo vale” o “ La vida es sagrada”. Los ahora “santistas entregados” expresaron con mucho énfasis, y sabiendo que su dardo apuntaba directo al corazón uribista: “¡Qué bueno que ya se va Uribe!”.
“¡Caramba!”, tuve que aclararles, en medio de mi pasmo, ¡recuerden que Santos fue elegido por Uribe para sucederlo y sobre todo, que fui yo y no ustedes quien votó por él!”
Criterios similares, aunque claro, esbozados con mayor maestría, oficio y perfidia son los que observo ahora en varios comentaristas. A toda costa quieren ver o crear distancias, alejamientos, diferencias y fricciones entre Álvaro Uribe Vélez y Juan Manuel Santos. Desde luego, esto no me llama mucho la atención. Siempre he observado el gusto saprófago y carroñero de algunos periodistas que no son felices sino en medio de la suciedad, la sangre y el escándalo. Hay que comprenderlos, eso es lo que les da para vivir, para mantener las primeras planas en los periódicos y para difundir las noticias más impactantes en los noticieros de la radio. No se les puede culpar, viven de eso: del escándalo, de la confusión, del bochinche. Son incapaces de reconocer con altura la grandeza y los méritos de un hombre como Älvaro Uribe Vélez, el Presidente más entregado y patriota que ha tenido Colombia y a quien incuestionablemente le tocó durante ocho años bailar con la más fea.
Muchos de estos opinómetros que se jactan de tener bien informado al país y guiar su pensamiento, quieren ver distanciados (¡ y cómo lo ansían!) a Álvaro Uribe Vélez y Juan Manuel Santos. Los mismos que con su brújula equivocada encumbraron a Mockus y le hicieron creer que todo el país estaba con él; los mismos que todavía no asimilan su contundente derrota, son los que ahora escarban en las palabras de Uribe y de Santos, en los puntos suspensivos de sus frases, en los murmullos, en las diferencias de estilo, queriendo encontrar entre ellos su apetecida fuente de carroña para darse gusto en sus titulares y en sus insidiosas columnas. Pero hasta ahora, por más que se esfuerzan, no logran percibir el perturbador hedor que tanto ansían.
Ayer, durante la posesión de nuestro nuevo Presidente, elegido con el voto de nueve millones de colombianos que creímos en él como antes creímos en Álvaro Uribe Vélez, Juan Manuel Santos demostró ante la nación y ante la comunidad internacional que él, que trabajó y luchó a su lado, valora como nadie la labor de Uribe, un hombre que con su sangre, con su energía y con su vida ha dejado un país donde ahora es posible creer en la prosperidad, en el trabajo conjunto, en la equidad. Un presidente cuyo nombre brillará con luz propia en las páginas de la historia de Colombia.
El acto de posesión del presidente Santos dejó en claro más que mil palabras el país que recibimos luego del mandato del presidente Uribe. Impensable hace ocho años un acto de semejante trascendencia en la plaza de Bolívar. Todos, o al menos los que no sufrimos de falta de memoria, recordamos el atentado que se hizo el mismo día de la posesión de Uribe por el que murieron varios civiles. No fue aquel un acto aprestigiado como el de ahora por la presencia de tantos mandatarios y representantes internacionales. La Colombia de hace ocho años era otra Colombia. Nuestro país no tenía en ese momento ni el prestigio ni el posicionamiento internacional de que hoy goza. Nuestros representantes en el exterior eran los terroristas de las FARC y el ELN y no nuestros apocados embajadores. Esas pandillas de narcoterroristas empoderadas y crecidas durante la criminal zona de distensión del Caguán están hoy diezmadas y a punto de capitular. Hace ocho años los colombianos en el exterior éramos despreciados y tenidos por delincuentes. Hoy, Colombia ha recobrado su nombre y su prestigio de país democrático y sus ciudadanos son de nuevo en cualquier país del mundo ciudadanos de primera clase. En un país que volvió a ser nuestro y que podemos recorrer con tranquilidad el turismo florece como florece la esperanza. Qué bien que Juan Manuel Santos haya reconocido con sentimiento y sinceridad en su toma de posesión el inmenso valor y el patriotismo de Álvaro Uribe Vélez. El aplauso que le tributaron de pie durante varios minutos todos los presentes evidenció la admiración y el respeto que se tiene a nuestro mandatario saliente en todo el mundo.
Que no todo se pudo hacer durante el gobierno de Uribe; que en el país hay muchas falencias que hay que corregir y enmendar es algo tan cierto como una catedral. Pero es mucho, gigantesco, lo que se ha logrado. El ochenta por ciento de aceptación con el que acaba su segundo mandato habla bien de la opinión que tenemos de Álvaro Uribe la mayoría de los colombianos. Devolvernos a nuestra patria, permitirnos recorrerla y conocerla, diezmar a terroristas, paramilitares y narcos, reintegrar a la vida civil a miles de paramilitares y violentos y encarcelar a cientos de ellos es una labor heroica que permitirá al nuevo mandatario ocuparse con mucha más tranquilidad del bienestar y el progreso de la comunidad toda.
Juan Manuel Santos es un hombre de clase, de esa clase que les hace tanta falta a tantos comentaristas que siguen empeñados en buscar camorra, en empañar lo inempañable, en injuriar y perseguir -como en su momento lo hicieron otros en el pasado con el Libertador- la obra de un hombre admirable. Y por eso, porque Santos tiene clase, corazón y memoria, reconoce, y estoy segura seguirá reconociendo hasta el fin de su mandato y de sus días, los méritos de Álvaro Uribe Vélez.
Pueden esperar sentados, señores carroñeros, porque al menos por lo que toca al sentimiento, la lealtad, la admiración y el amor por Colombia que unen a Álvaro Uribe Vélez y Juan Manuel Santos, no van a poder aspirar las miasmas que satisfagan a sus hambrientas fauces.
Leonor Fernández Riva
almaleonor@gmail.com
Cali, Agosto 8 de 2011
Comentario adicional de la autora a este artículo:
Como podrán observar, amigos lectores, me equivoqué de palmo a palmo al pensar que Juan Manuel Santos era, un hombre de clase, un hombre agradecido y de buena memoria. No, no lo era. Traicionó sin el menor reparo de conciencia a quien le brindó su confianza y lo ascendió al poder. Al llegar al poder, no tuvo para con el presidente Uribe ni siquiera el gesto de amistad de comunicarle sus intenciones acerca de emprender negociaciones de paz con la guerrilla. No, Santos quería ir solo a ese proceso. No quería compartir con nadie y menos con alguien del peso y los méritos del presidente Uribe el reconocimiento internacional que ese proceso de paz le depararía. Se lavó las manos por sus acciones durante su gestión en el Ministerio de Defensa y complotó a la sombra para que su mentor y amigo fuera juzgado y calumniado. Sí, amigos lectores, me equivoqué al escribir esta columna y lo reconozco.
Cali, Agosto 8 de 2011
Comentario adicional de la autora a este artículo:
Como podrán observar, amigos lectores, me equivoqué de palmo a palmo al pensar que Juan Manuel Santos era, un hombre de clase, un hombre agradecido y de buena memoria. No, no lo era. Traicionó sin el menor reparo de conciencia a quien le brindó su confianza y lo ascendió al poder. Al llegar al poder, no tuvo para con el presidente Uribe ni siquiera el gesto de amistad de comunicarle sus intenciones acerca de emprender negociaciones de paz con la guerrilla. No, Santos quería ir solo a ese proceso. No quería compartir con nadie y menos con alguien del peso y los méritos del presidente Uribe el reconocimiento internacional que ese proceso de paz le depararía. Se lavó las manos por sus acciones durante su gestión en el Ministerio de Defensa y complotó a la sombra para que su mentor y amigo fuera juzgado y calumniado. Sí, amigos lectores, me equivoqué al escribir esta columna y lo reconozco.
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